Columnas

El submarino Godard

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Estoy escribiendo esto en un escritorio que un hombre me obsequió hace unos meses, tecleo en mi laptop, entre un espejo y un librero, frente a un vitral rojo, azul y verde que tamiza la luz, escarchándola, regándola por el piso en pequeños rombos azules, rojos y verdes. 

Estoy escribiendo esto el martes 13 de septiembre después de contarle al hombre que me obsequió el escritorio que ha muerto Jean-Luc Godard. 

En su hogar, en Suiza, por suicidio asistido. 

Y escribo con hambre, porque aún no desayuno, y las palabras surgen en la pantalla como en cámara lenta, porque ayer no pude dormir. 

Debería decir que el inicio de este texto es un plagio a Susan Sontag, que comenzó así, «estoy escribiendo esto», un ensayo romántico sobre el escritor Paul Goodman, viviendo en París, hace exactamente 50 años. 

Debería decir que esto no es un texto sobre Godard ni sobre su obra. Es un texto sobre Le Redoutable. Sobre la vida a bordo de El Redoutable. Y sobre un submarino, aunque no se vea ningún submarino por aquí. 

También es una escritura sobre el amor. 

La actriz Anne Wiazemsky, quien fuera novia de Godard, en su libro de memorias Un año ajetreado cuenta que Godard le había dicho una noche, mientras ella le hablaba sobre trabajar con él sin dejar sus estudios: «Y así sigue la vida a bordo de El Redoutable».  

La frase, Godard la sacó de Le Monde, de una noticia que anunciaba que el gobierno francés había botado al mar el 29 de marzo de 1967, en Cherburgo, un submarino con ese nombre. «Y así sigue la vida a bordo de El Redoutable», era como concluía la noticia. La frase a Godard le encantó y comenzó a decirla todo el tiempo. 

El cineasta Michel Hazanavicius, quien parece haber leído muy bien el libro de Wiazemsky, para hacer su película sobre el maestro, la tituló Le Redoutable. El resultado es una comedia romántica.  Pero no tan romántica como la historia que les haré a continuación. 

Había una vez una mujer con un vestido negro. 

Y esa vez, también había un hombre con un paraguas. 

Llovía tanto. 

Los dos cenaban en un amplio restaurant de la calle 60, sentados a mesas distintas, solos. 

El hombre cenaba pastas y la mujer tomaba sopa. 

Afuera caía la lluvia y los relámpagos rompían contra la oscuridad a través de los vidrios. 

Los gatos se acurrucaban en los portales para no morir ahogados. La gente, en sus casas, no se atrevía a salir. 

La mujer del vestido negro terminó su sopa y se dispuso a abandonar el restaurant. Y el hombre del paraguas, que no había probado sus pastas viendo cómo la mujer tomaba su sopa, pensó que si esa mujer salía sin un paraguas, bajo la terrible lluvia, se enfermaría gravemente. De pronto, el hombre se imaginó un mundo sin la mujer del vestido negro, la alcanzó, casi corriendo, y se ofreció con mucho respeto a compartir con ella su paraguas. Fuese ella donde fuese. 

La mujer del vestido negro aceptó. 

El hombre y la mujer debajo del paraguas, atravesando una calle estrecha, ya empapados, se sintieron muy unidos. Y entonces el hombre recordó que hacía años, viendo viejas películas de Godard, vio una escena así: un hombre y una mujer iban bajo un paragua, y entonces él se detuvo y la besó. 

El hombre se detuvo y besó a la mujer del vestido negro. 

Hoy 13 de septiembre, años después, la mujer del vestido negro despertó al hombre del paraguas, porque creyó que era ella y no ningún gran periódico quien debía contarle personalmente al hombre del paraguas que Jean-Luc Godard se había muerto. Que el gran submarino Godard había sido botado a la historia. Que el amor es un submarino nuclear lanzador de misiles. Con una velocidad de inmersión de 25 nudos y una profundidad mayor a los 250 metros… 

«Godard solo hizo sus películas para que tú y yo nos conociéramos», respondió el hombre desde la cama, asumiendo la noticia con tristeza. 

Y la mujer pensó, antes de irse a escribir en su laptop, entre un espejo y un librero, frente a un vitral rojo, azul y verde, que, en efecto, hay artistas que existen solo para que algunos pocos se amen en las dimensiones de sus universos. 

Katherine Perzant

Ha sido funambulista y chainsmoker. Como el Paterson de Jarmusch, escribe poemas que nunca publica. Posee una debilidad alarmante por los puentes y las boyas. La toman, tan a menudo por extranjera, que se siente así en todas partes. Quisiera creerle a Issa, que le sobrevive, le sobrevive a todo, la frialdad.

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  • Hermoso homenaje póstumo al genial artista de la Nouvelle Vague. Se ha ido el genio al cielo de los cineastas que regaron placer con su arte por toda la tierra de los ojos espabilados. Aquel desconocido veinteañero que bajo el seudónimo Hans Lucas firmaba agudas críticas cinematográficas en Cahiers du Cinéma empezando los años 50. Allí conocería a Truffaut, a Rohmer, a Chabrol y a Jacques Rivette, sin saber que el mismo sería baluarte de aquella tropa pura e innovadora. Se ha ido el hombre pero nos ha dejado su obra. Haberla descubierto desde una salita de cine pueblerina, en una época dónde no existía internet, ni dvd, ni videoccassette, es algo que agradeceré siempre.