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Surrender

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La calle San Lázaro apagada, justo a la hora que cae por completo el sol, parece un río congelado. Un río negro y caudaloso, un río sin fondo. La otra noche la subí, como quien viene de Belascoaín y de esas calles de Centro Habana donde los basureros tienen dos metros de altura, donde los perros en el hueso te ladran y la gente camina desorbitada, como preguntándose: «¿De verdad ya es diciembre, de verdad ya el año se acabó?». 

La calle San Lázaro apagada, justo a la hora que cae por completo el sol, se sube como una montaña, sin saber si podrás. Pasan carros estatales y algún que otro almendrón lleno, pasa un Lada que no te para, pasa un carro de policías. Hay apenas una luminaria, morbosa, titilando frente a un negocio y mientras subía la calle, mientras pasaba por debajo del puente que se filtra, frente al rompeolas vacío, frente a las casas cerradas y esa farmacia que ya solo vende unos frascos verdes, me preguntaba: «¿De verdad ya es diciembre, de verdad ya el año se acabó?». 

Debajo de la capa espesa de hielo que cubre la calle San Lázaro se ven dos chicas muy jóvenes, se están tomando en una esquina una botella de pru que se desborda, que es espuma pura; se pasan la botella y miran pasar a una mujer joven muy de prisa. La mujer tiene mis ojos negros, mi cara de susto. 

Y las chicas se ríen como dos viejos pescadores que se conocen el río de cabo a rabo.

***

—Puedes llevarte los libros que quieras, Katherine —me dice mi amiga—. Ahí están, sobre la cama, de veras te los puedes llevar, igual tendremos que botarlo. 

Mi amiga se va, está claro. (Se fue).

Entro al cuarto que me indica y veo los libros sobre la cama. ¿Debería llevar más libros a la casa?  Es lo primero que me cuestiono. Junto a los libros hay unos doyles estampados en flores y jabas de ir a comprar vegetales y viandas, guantes para sembrar, un adorno de yeso.  

Me quedo sola en el cuarto, viendo los títulos de los libros, escogiendo al menos uno para ponerlo en el librero y recordar, cuando quizá lo vea en un par de meses, que ese libro me lo dio una amiga, una noche fría de diciembre, en vísperas de irse del país.

***

Antes de darle la vuelta a la esquina en la que San Lázaro choca con la calle N, frente a la Universidad de La Habana, me quedo mirando un edificio en el que viví recién llegada a esta ciudad. Lo veo todo apagado, nadie entra ni sale constantemente por su puerta art nouveau como hace algunos años. En los balcones nadie se fuma un cigarro, nadie saluda. Me parece verme en la escalera, fumando en camisón, a las tres de la madrugada. En el recuerdo tengo 23 años y estoy esperando a un amigo, y llega el ciclista que vivía en el quinto piso y hablamos, hablamos como si fuera plena tarde. Me dice que la madrugada es la mejor hora para entrenar, que se prepara para una súper competencia, me dice que sus zapatos son carísimos, importados, me cuenta los kilómetros que marca su reloj. Hablamos hasta que el cigarro se consume y mi amigo llega. Y todo eso sin sentir miedo alguno, sobre la piel de la madrugada, viendo a las chicas entaconadas bajar muertas de la risa hasta perderse por Zanja o Neptuno, y aquellos carros que ponían boleros a todo volumen, que levantaban papeles de los contenes y sonaban los cláxones que ya no se escuchan. 

***

Te hago un árbol de papelitos verdes y lentejuelas celestes. Te digo que mires el mar por la ventana. Te llevo a caminar por la ruta que sabemos de memoria y nos sentamos en ese banco que está casi hundido. Vienen los perros de siempre y juegan en la hierba, se persiguen. Los espantamos porque nos ladran. Me río. Te cuento que hace unos días, subiendo por la calle San Lázaro, sentí que iba sobre un río congelado. Y que, debajo del hielo, todo estaba apagado y triste, como una farmacia vacía que solo vende jarabes vencidos. Te cuento que en esta época del año siempre tenía un vestido nuevo que me compraba mi madre. Hablo hablo hablo. ¿Sabes que en Galiano hay un telar y venden telas de muchos colores? En el medio del mar, que vemos desde ese banco que está casi hundido, hay una pista de concreto. Está llena de arbustos. Lejos queda el muelle fantasma, y en la orilla hay un grupo de creyentes, cantándole y pidiéndole a Yemayá. Una gaviota que vuela apaciblemente entre las nubes de diciembre, te digo, y la apunto. Esa dicha de los pájaros, esa dicha de estar casi siempre por encima del mundo. 

Katherine Perzant

Ha sido funambulista y chainsmoker. Como el Paterson de Jarmusch, escribe poemas que nunca publica. Posee una debilidad alarmante por los puentes y las boyas. La toman, tan a menudo por extranjera, que se siente así en todas partes. Quisiera creerle a Issa, que le sobrevive, le sobrevive a todo, la frialdad.

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