Cuando desperté esta mañana llovía y me pregunté si la lluvia alejaba o multiplicaba el virus. Me vino a la mente la voz «miasma», tan decimonónica, tan esponjosa, tan propia del miedo de los hombres a la muerte que acecha desde una biología ignota: los cadáveres, los pantanos, las marismas. Y no me gustó que fuera esa palabra odiosa la primera que me rondara esta nueva jornada de reclusión. Bien es verdad que más me disgustó reparar en que hace días que desaparecieron las erecciones matutinas, que siempre hemos tenido los hombres y las mujeres por una señal de buena salud.

No mejoró mi ánimo el repaso del informe del Grupo de respuesta al virus del Imperial College de Londres firmado por Neil Ferguson et al. que, aunque datado ayer, ha sido la sensación del día. Las microsimulaciones ensayadas por estos expertos arrojaron unos resultados que uno quisiera llamar inquietantes para no malgastar adjetivos como terrible, horrible o brutal. Esos tres últimos nos van a hacer mucha falta después, así que haremos bien reservándolos, como reserva el chef las colas de los camarones después de tener listo el fumé. El informe ha desatado un intenso debate sobre los modelos de contención y supresión de la pandemia. Se discute sobre tipos de confinamiento, va ganando fuerza la idea de un «confinamiento estratificado» que iría aplanando la curva mediante sucesivas liberaciones de contingentes de población segmentado por edades. Los individuos de estos contingentes que consigan sobrevivir se irían inmunizando y mejorando así el índice de supervivencia general de la población humana. ¡Ah, si es que estamos viviendo en el guion de una película apocalíptica, tú! Intenté representarme gráficamente este procedimiento y se me ocurrió que es algo parecido a esos grupos de embarque en los que nos segmentan a la hora de subir a un avión: el prioritario, que a veces son dos distintos, y después por números hasta la 3 o el 4, según la envergadura del aparato. Bien, el confinamiento estratificado vendría a ser la puesta en marcha de ese sistema de subir gente al avión controlándola con guardias armados en ciudades perimetradas con tropas, mientras el piloto en la cabina, despeinado y confuso, le reza a la Virgen de las Miasmas para que el aparato obedezca a las leyes de la física y no se le caiga.

Mi amigo G. me llamó para insistir en que debo enfermar antes. «Cuanto antes caigamos enfermos mejor, porque estaremos inmunizados cuando la cosa reviente», arguye. G. quiere que subamos a un helicóptero, antes de que los epidemiólogos decidan nuestro lugar en la cola de embarque del Boeing.

Hoy el trabajo sobre Grossman me dio muchas alegrías. Emociona corregir lo que antes tacharon la censura y la autocensura. Tendremos una edición prístina de este libro, donde el lápiz de tachar de los censores se notará menos, mucho menos. No podía haberme tocado empresa más edificante para dedicarle todas las horas que le hurto estos días al miedo a enfermar y morir.

A media tarde bajé a la calle unos minutos para que Bruno se aliviara. Había un tipo gordo comiéndose un cono de helado apoyado en una farola. Era el único humano a la vista. En la camisa de uniforme se leía Ascensors Martí. Estoy seguro de que no había visto una imagen semejante en esta calle jamás. La pandemia promueve la indolencia y provoca que los gordos dejen de esconderse para tomar helado. Es la desinhibición propia de todos los estados límite.

Cayendo la noche supe que murió el escritor ruso Eduard Limónov, de manera que la curva de ventas del sorprendente libro que le dedicó Emmanuel Carrère emulará estos días a la del COVID-19. En formato electrónico, ya se sabe. No lo mató este virus, sino la vida. El ponzoñoso virus que a veces, y así lo contó Limónov, la vida es.