Opinión

La palanca y el telón

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La guerra lo hace saltar todo por los aires también en el terreno del juicio, porque trastorna las nociones, desencaja los ejes, ofusca los ánimos. Al tragárselo todo con su garganta de sumidero y ensordecer con un estruendo que no conoce equidistancias, la guerra nos convierte a todos en soldados de parte, aunque esta sea, al menos para los lectores de revistas, la parte del sofá.

A mí también la guerra me despierta instintos primarios a ratos. Subía ayer por el Paseo Sant Joan de Barcelona y a la altura de la Diagonal, donde hace años organizaban en Can Soteras unas estupefacientes carreras de caracoles, tropecé con una pareja de rusos. Fornido él; esmaltada ella. Venían cargados de bolsas. Alcancé a leer Hugo Boss y Hermès sobre el cartón satinado. Venían alegres bajo el sol tremendo, cuyo beso de fuego apenas aliviaba la brisa de levante. Y ante esa visión, desde luego, no pude dejar de preguntarme con asco qué coño hacían unos turistas rusos paseando por Barcelona, mientras el Kremlin, en nombre suyo y de los otros ciento cuarenta millones, bombardea Ucrania, la invade con su repugnante aliento neosoviético y su hedionda retórica colonial.

La cuestión de si Europa y en general Occidente deben permitir que los ciudadanos rusos hagan turismo con cierta normalidad, mientras dura la guerra, lleva, al menos, unas semanas en boca de muchos. A finales de agosto la Comisión Europea discutirá una propuesta firme para suspender la emisión de visados a ciudadanos con pasaporte de la Federación rusa. La propuesta, que tiene grandes valedores en Estonia y Finlandia, podría salir adelante.

Que los ciudadanos de un país, cuyo gobierno ha desatado una guerra brutal en Europa, puedan moverse libremente por el continente, sus playas y tiendas de lujo, sus hoteles rutilantes y sus parques temáticos, no es una cuestión baladí. De hecho, en los sucesivos paquetes de sanciones a Rusia, que van siete, se ha restringido la entrada a Europa de personas y personalidades rusas asociadas de manera directa con el régimen de Putin y su ardor revanchista. 

La cuestión adquirió un tono aún más espeso a partir de la entrevista que el presidente de Ucrania Volodimir Zelensky concedió al diario The Washington Post, publicada el 16 de agosto, el mismo día en el que tropecé con los ufanos turistas cargados de compras.

La entrevista ha despertado una polémica enorme en Ucrania que, con toda certeza, tendrá consecuencias en el porvenir político de ese país. Sobre todo, porque Zelensky admite haber ocultado que «sabía» de la inminencia de la invasión rusa. La «confesión» de ese conocimiento, que le habría sido revelado por los norteamericanos, será un hito tal vez menor en lo que respecta al curso de la guerra, pero enorme en la «historia de la guerra», cuando sea escrita en el mañana del armisticio, cualquiera que sea el perfil que este adopte. Porque Zelensky, ¡a la vista está!, no es ni un Yúschenko, ni un Poroshenko, ni un Yanukóvich ni un Kuchma. Pero tampoco el pueblo ucraniano que sobrevivirá a la guerra será ya el mismo que los toleraba entre la apatía y el desdén.

A mí, de la entrevista de marras, me interesa más ahora la respuesta que Zelensky dio a la última pregunta de Isabelle Khurshudyan, y la idea que allí manifiesta de encerrar a los rusos en Rusia y ponerlos a cocer en el caldero del putinismo hasta que hagan reventar la olla y maten al cocinero con las salpicaduras de su rabia.

Esto dice Zelensky:

Por ejemplo, (se puede aplicar) una prohibición a la entrada de todos los ciudadanos rusos en los países de la Unión Europea. (…) Dije desde el primer momento que creo que entre las sanciones más importantes está la de cerrar las fronteras, porque (los rusos) se están apropiando de territorios que no les pertenecen. Muy bien, que vivan entonces en su propio mundo hasta que adopten una filosofía distinta. (…) Es muy sencillo. Sea cual sea la posición de los ciudadanos rusos en relación con la guerra (…) sus hijos están fuera del país, estudiando en colegios, universidades, etc. No hay que asustarse porque se los envíe de vuelta. (…) Así es como entenderán lo que ocurre. Ahora nos dicen: «Ay, nosotros es que no tenemos nada que ver con (la guerra) y no podemos cargar todos con la culpa». Sí que pueden. Eligieron a esas personas y ahora no luchan contra ellas. No se les enfrentan, ni les gritan. Los rusos que se oponen a la guerra públicamente son casos aislados y están en prisión. Dejemos que los rusos se vayan a casa, que vuelvan todos a Rusia. ¿No quieren aislamiento? Le estáis diciendo al mundo entero que queréis que viva de acuerdo a vuestras reglas. Pues, bien, vayan ustedes a Rusia y vivan allá. ¿Qué ganamos nosotros con eso? Esa es la única manera de presionar a Putin. Porque ese hombre no le teme a nada más que a perder la vida. Y su vida depende de la magnitud de la amenaza que su propia gente represente para él. (…) De manera que cuando su población ejerza presión sobre las decisiones que toma, habrá resultados. Y acabará la guerra. (…) Cierren las fronteras un año y verán los resultados.

De Putin se ha dicho que vive encerrado en un mundo de películas soviéticas de espías y batallas arduas, pero siempre triunfales. No quiero que Zelensky lo emule enredándose en el Black Mirror de una Rusia distópica. Que tiene gracia narrativa, pero no genera esperanzas tácticas. Nadie va a matar a Putin porque Moscú se torne más estrecho. Nadie va a levantarse contra el régimen neosoviético de Putin porque los viajes a Europa los impidan las embajadas extranjeras y no el Kremlin.  

Rusia es hoy un país abominable: partido cuasi único, prensa bajo el control absoluto del Estado, opositores asesinados o presos, el FSB y el paralizante bondage de su abrazo punitivo, la estigmatización de los disidentes como «agentes extranjeros»… La guerra del Estado ruso contra Ucrania es cruel y es estúpida. Y, sin embargo, correr el Telón de Acero desde afuera es una mala idea. Tirar de la palanca del telón del teatro de operaciones simbólicas que es Europa desde el lado luminoso es una idea pésima. Encerrar a los rusos en Rusia, forzar a los rusos que residen o viajan por Europa a darse codazos en el perímetro de la finca de Putin es una iniciativa nociva. Correr el Telón de Acero desde el lado de los buenos es un regreso al pasado con cambio de roles. Sobre todo, si se piensa que un 70 por ciento de los rusos no ha viajado al extranjero jamás. Toda esa masa empobrecida y embrutecida, todo ese magma que es más soviético cuanto más postsoviético es el país, no se acercará jamás a las fronteras del dulce. ¿De veras cree alguien que las élites que viajan a Europa «no se enteran» de lo que es la guerra? 

Hay también, la entiendo, una razón de índole pedagógica para levantar el Muro. Es, por cierto, la misma por la que yo (me) explico el embargo de los Estados Unidos al régimen de La Habana. A saber, la utilidad de que los reos de un régimen autoritario sepan cada mañana, y de buena hora, que despiertan en una dictadura que no enfrentan y que muchas veces aplauden. Que jamás el inflamado cantar de los gallos los conduzca a la ilusión de que viven en un país normal, homologable, decente. «Somos distintos y por eso nos asedian», dicen rusos y cubanos, con el pecho hinchado de excepcionalidad. Es bueno sacarlos de ese error. 

Pero en las iniciativas de levantar una cerca de alambre de espino en torno a Rusia desde fuera, hay también la tentación, que Zelensky no se ahorra, de echar a todos los rusos la culpa de un Putin, la culpa del resentimiento poscomunista, la culpa de las salvajadas o la indiferencia de las hordas emputecidas por el dinero del Kremlin. 

Ninguno de los rusos con los que hablo comparte la idea de que la culpa es de todos por igual. Ni los escritores, ni los empresarios, ni los periodistas, ni los profesionales. La culpa, piensan, es de quien la tiene. ¡Y los culpables son legión, sí! Pero la legión no abarca a todos los transeúntes, porque no han andado todos por la misma acera poscomunista, ni han trabajado de la misma manera, si lo han hecho, por hacer de la Rusia poscomunista una sociedad abierta.

De lo que no tengo dudas es de una cosa: los mejores rusos que trato están contra la guerra. Y esos, en la medida de sus mermadas posibilidades, quieren continuar saliendo y entrando de Rusia. Para denunciar el putinismo, para atender sus negocios en Europa, que serán la pasarela por la que escaparán cuando no puedan más, o para educar a sus hijos fuera de Rusia, del odio constante. O, simplemente, quieren salir para tomar el aire y comprar un traje decente. 

Después están el pueblo y las élites del putinismo. Yo del pueblo nada sé. De las élites próximas al gobierno escucho argumentos que no comparto y discuto. Pero lo que sí sé es que en el país de señores y cocheros que es Rusia, que ha sido Rusia siempre desde el ucraniano Gógol al menos, hoy los mejores hombres y las mejores mujeres están con las víctimas. Que son Ucrania, primero, y, después, la propia Rusia de la ilusión democrática que Putin mató. 

Solo los que son capaces de comprender el daño que el putinismo y la guerra revanchista de Putin hacen a unos y otros están dotados del visado con el que acceder a un porvenir de paz y libertad para Ucrania y para Rusia. 

Ese es el único visado por el que vale la pena organizar una fila. Y, sobre todo, ponerse a la cola.

Ver comentarios

  • Yo coincido con el articulista, no tiene sentido culpar a todos por igual, si somos (occidente) una sociedad basada en el derecho lo debemos practicar con los otros.... el instinto dice, que hay que darles caña pero lo racional y sabio es actuar con equidad... se trata de que los rusos vuelvan de algún modo a europa y no de que se radicalicen más de lo que están. Me parece una artículo fantástico. Gracias