Opinión

11J: el día inconcluso

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Luis Manuel Otero lleva dos años presos en la cárcel de máxima seguridad de Guanajay. Ha sido víctima de su éxito. Primero, su caso había adquirido un carácter excepcional. Si terminaba en un calabozo, recibía un apoyo cada vez más amplio y unánime. La policía política quiso desgastarlo con sus detenciones frecuentes y gratuitas, pero milagrosamente no lo logró. Luis Manuel reinventaba todo el tiempo sus palabras y sus gestos y, un poco como al descuido, después de la publicación del Decreto 349, fue conformándose en La Habana una comunidad cívica.

En marzo de 2020, un jenízaro de la Seguridad del Estado me interrogaba en el Aeropuerto José Martí. Unas horas antes, a regañadientes, aquel cuerpo del orden había liberado a Luis Manuel luego de trece días de prisión, en gran medida porque un grupo de ciudadanos (lo miro hoy y me asombra cuán pocos fuimos) iniciamos una campaña de denuncia que alcanzó una resonancia inédita. Muchos no creían que obtendríamos algo parecido a un triunfo, pero lo obtuvimos. La suficiencia de ese momento no entraba en los cálculos de ninguno de nosotros, que solo podíamos medir nuestra fuerza, escasa e inexperta, guiados más bien por la intuición de la rabia y apenas cierto deber moral.

Para mí, aquel evento nos entregó como grupo —cívico, político y artístico— una conciencia de la acción que nos volvió felizmente adictos a la protesta y que más tarde, ya en el exilio o en la cárcel, nos ha ido comiendo vivos, porque no hemos sabido dónde poner el excedente, ni hay tampoco lugar para ello. Teníamos una furia que entregar y que ha habido que diluir en gestos defensivos, algunos muy necesarios y otros meramente retóricos: exigir desde la distancia la liberación de los presos del 11J, hablar en eventos de libertad de expresión y defensa de los derechos humanos, reunirse en foros del Primer Mundo con políticos y disidentes de otras latitudes, enviar dinero para familiares de víctimas en Cuba, presionar en las sombras para que ciertos gobiernos, desde Washington al Vaticano, alcancen algún acuerdo bilateral con la camarilla de La Habana y los cubanos rehenes de su propio gobierno puedan tomar una ruta de salida, tal como sucedió en 2010 con gran parte de los protagonistas de la Primavera Negra.

En el interrogatorio del aeropuerto —fue un instante de merecida soberbia— le dije al represor que habíamos sacado a Luis Manuel de la cárcel a pesar de todo, saboreando el éxito. Su respuesta me desconcertó. Pausado, una sonrisa cínica en su cara, dijo que no me preocupara. Nosotros no habíamos sacado a Luis Manuel de ninguna parte. Ellos simplemente habían pospuesto su condena. Menos de un año y medio después, cuando el pueblo de Cuba decidió protestar en las calles como nunca antes lo había hecho, llegó también la hora del líder del Movimiento San Isidro.

Entre miles de rostros, su caso ya no fue el único. La narrativa de la conversación pública cambió y creo que, en un sentido último, por suerte, ese cambio es definitivo. De golpe, Luis Manuel quedó del lado del mundo viejo. Aquello que había ayudado a alimentar, probablemente tanto como ningún otro líder cívico de la última década, lo condenaba. (Escribo esto desde tierra de nadie, naturalmente. No hay condena que a la larga no sea una redención, que es lo que va a terminar pasando aquí.) Desde la cárcel, Luis Manuel ha hecho varias huelgas de hambre, ha producidos obras artísticas, ha enviado mensajes de agradecimiento y ha tomado decisiones importantes sobre su vida, como elegir la vía del exilio. Algo que, por venganza y escarmiento, el régimen ahora no le quiere conceder.

La pulsión es una: Luis Manuel envía señales de humo desde el otro lado de la cortina, quiere habitar el mundo nuevo, el mundo donde los cubanos, igual de maltrechos, desesperados, dispersos y oprimidos, tienen al menos conciencia de haber vivido el 11J. Lo que digo de Luis Manuel puede decirse de cada uno de los presos políticos, todavía más de mil, una cifra obscena. Ellos son, de hecho, la conciencia del resto, quienes nos permiten creer que en un punto enfrentamos el oprobio. En el parteaguas del tiempo histórico, han quedado retenidos en la parcela del represor, y lo que el represor sabe es que, mientras esos retenidos no desembarquen en el tiempo al que pertenecen, la configuración de nuestro mundo nuevo se pospone, y puede incluso que esa posibilidad desaparezca.

El 11J, el momento bisagra, es una fecha que dos años después no sabemos cómo colocar adentro nuestro. Parece un cuerpo extraño que en cualquiera de sus posiciones genera incomodidad. Da orgullo, pero no tanto, porque da tristeza. Da alegría, pero no suficiente, porque da dolor. Da tristeza, pero no absoluta, porque generó esperanza. Da dolor, pero al mismo tiempo da confianza. Da miedo, pero también lo quita. Nadie sabe muy bien cómo reaccionar ante ese recuerdo. Se trata de una pieza hermosa, de la que no podemos deshacernos, pero que realmente no combina con las dimensiones ni el resto de los objetos o adornos de nuestro hogar. La mantenemos ahí, quizá para el futuro, en caso de que logremos mudarnos para un sitio con el espacio adecuado.

Si nos demoramos mucho, y los vivos del momento terminamos por no encontrarle lugar, el 11J va a convertirse entonces en otra cosa, no en lo que conocemos hoy, pero, en cualquier caso, seguirá siendo una cosa útil. Y eso es lo que decide que una fecha sea histórica, es decir, que uno fecha no concluya. Estamos ante algo que no va a permanecer fijo y que tampoco pierde valor.

Me he preguntado muchas veces si los amigos hubiésemos podido salvar a Luis Manuel Otero de la cárcel. Creo que no. Ese era un camino individual que necesariamente iba a chocar con una situación límite, lo que no rebaja nuestra responsabilidad ante la evidencia de que no pospusimos el encierro tanto como pudo ser posible, y de que, a pesar de todo, no nos encerraron con él. Uno tiene ya, a estas alturas, el deseo de callar, pero como pueblo estamos en un punto donde el privilegio del silencio no parece permitido.

Carlos Manuel Álvarez

Bebedor de absenta. Grafitero del Word. Nada encuentra más exquisito que los manjares de la carestía: los caramelos de la bodega, los espaguetis recalentados, la pizza de cinco pesos. Leyó un Hamlet apócrifo más impactante que el original de Shakeaspeare, con frases como esta, que repite como un mantra: «la hora de la sangre ha de llegar, o yo no valgo nada». Cree solo en dos cosas: la audacia de los primeros bates y la soledad del center field.

Ver comentarios

  • Hola Carlos Manuel,
    Gracias por tu valentía y tus palabras. Gracias a todos los que como tú son una voz para los cubanos que no queremos renunciar a que nuestra isla pueda ser de nuevo: patria. Aunque ahora estemos lejos y parezca que no pase nada. Aunque nos falte un@ líder y una hoja de ruta para la batalla. Seguiremos manteniendo palabra a respiro, pulmón a ladrillo, la tierra que corre por nuestras lágrimas.
    Un abrazo desde Salamanca.