Comentarios desde el norte

La banalidad política de las etiquetas ideológicas

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El partido comunista de Estados Unidos declara una membresía de apenas cinco mil personas, pero el número verdadero debe ser mucho mayor a juzgar por cómo despotrican los influencers MAGA en sus redes sociales contra los «zurdos» del Partido Demócrata. Para otros, el Partido Republicano se ha convertido en una cantera de «fascistas» que sigue a ciegas a un líder megalómano cuya segunda elección significaría el fin de la democracia en Estados Unidos. En el contexto norteamericano, la creciente polarización entre demócratas y republicanos —no ya por políticas específicas sino por presuntos fundamentos ideológicos— es un reflejo del lugar común que supone que los ciudadanos, organizaciones y partidos se distribuyan en un espectro de derecha (conservadores) a izquierda (liberales o progresistas.) Esta ficción surge de la noción de que hay principios en ambos lados que gobiernan las decisiones políticas y sociales. Términos vagos y elásticos se usan para definir estos principios: «justicia social», «valores familiares», «libertad de mercado», «redistribución de riqueza», «gobierno limitado», etc. Además de suponer que las personas se organizan homogéneamente por su fidelidad a un principio, esta clasificación banaliza la política, creando etiquetas agresivas como «zurdo», «fascistas», «RINO», «socialistas», que no tienen relación alguna con el actuar de la persona o partido, y sí mucha con la pelea por el poder. Estas etiquetas, incluso en el ámbito mayor, de «izquierda» o «derecha», han perdido valor como forma de clasificación política o herramienta de análisis, si es que alguna vez lo tuvieron. Después de todo, históricamente, la etiqueta de «derechistas» se ha endilgado a figuras tan disímiles como el padre fundador Alexander Hamilton, la novelista Ayn Rand, el estratega político Steve Bannon y el filósofo clásico John Locke. «Izquierdistas» son Stalin, el senador Bernie Sanders, el canciller alemán Olaf Scholz, el cantante Bruce Springsteen y, por qué no, el filósofo clásico John Locke.

En el mundo real la política es más transaccional que ideológica. Los diferentes partidos se alternan en su defensa u oposición a políticas o ideas dependiendo del contexto social y, especialmente, de cómo los beneficie en su persecución del poder. La evidencia de este zigzag a través del supuesto espectro está en todas partes. Políticas que antes eran de «izquierda», como la no injerencia, y el rechazo al papel de Estados Unidos como policía global, ahora ha sido apropiadas por sectores ultraconservadores que desde Pat Buchanan se oponen a las guerras internacionales e incluso a la OTAN. Ronald Reagan, otrora santo patrón del conservadurismo estadounidense, no podría ser elegido en el actual ámbito político, dada su oposición a la tenencia de rifles de asalto y su amnistía para los emigrantes indocumentados. El trumpismo ha aguzado aún más estos vaivenes: ¿quién durante la presidencia de George W. Bush habría augurado que los republicanos terminarían excusando la manipulación electoral de la Rusia de Putin y denunciando al FBI? Por el lado, el Partido Demócrata, otrora defensor de los trabajadores, hace caso omiso a las preocupaciones por la fuga de empleos debido a acuerdos internacionales, dando la oportunidad a un grupo influyente dentro del GOP,[1] los nacionalistas conservadores, de apropiarse de los temas del aislamiento, el antiglobalismo y el proteccionismo que antes promovieron los demócratas más radicales —aunque este asunto cambia tanto de manos que «Buy American» se ha convertido, efectivamente, en una consigna banal que repitieron Obama y Trump de manera consecutiva. Otro tema que ha cambiado de manos es la regulación o el control del gobierno sobre industrias privadas; ahora vemos a conservadores proponiendo severos límites a compañías como Amazon o Tik Tok, un anatema contra los principios de libre mercado. 

Puesto que no hay principios, ideologías o políticas constantes detrás de este supuesto espectro de izquierda a derecha, lo que queda es una división tribal respecto a asuntos específicos como el aborto o la emigración; mientras, en otros asuntos, cada miembro de la tribu se posiciona en reacción a lo que haga la tribu opuesta: por ejemplo, a favor de la libertad de expresión cuando se trata de la suspensión de Trump en Twitter, pero no cuando se trata de la enseñanza de Critical Race Theory, o defendiendo el poder de gobernar mediante órdenes ejecutivas cuando las firma Biden, tras haberlo denunciado como una usurpación del poder legislativo cuando las firmaba Trump. 

Esta superpolarización, e infantilismo, tiene consecuencias reales que van más allá de las campañas políticas. Políticos moderados como Pat McCrory, exgobernador republicano de Carolina del Norte, han lamentado la creación de una clase política más preocupada por las apariencias ideológicas que por los resultados reales. El mero hecho de ser considerado alguien propenso a llegar a acuerdos con el lado opuesto ha acabado con las carreras o aspiraciones de políticos. El senador Marco Rubio, por ejemplo, probablemente nunca podrá superar el hecho de haber propuesto un plan de reforma migratoria, y esto cancelará sus ambiciones presidenciales. El bipartidismo y la moderación ideológica se han convertido en ofensas castigables con la muerte política: los congresistas miembros del caucus llamado Problem Solvers («Solucionadores de Problemas») están entre los que más pierden reelecciones. Y, a menudo, políticas que impactarían favorablemente a millones de personas —como la expansión del programa Medicaid con fondos federales— son rechazadas por los gobernadores con argumentos puramente ideológicos. 

Para crecer como ciudadanos y ser participantes útiles socialmente, es hora de dejar el uso de etiquetas para atacar en vez de debatir, así como de abandonar las batallas tribales, amplificadas por la trivialidad de los medios sociales. Consideremos perspectivas diferentes sin asignarles a priori un lugar ideológico y demonizarlas. La satisfacción de pertenecer a la tribu «correcta» no vale mucho si se trata de tribus de zombis políticos, aferrados a un espectro que no refleja ni nuestra realidad ni nuestros intereses.


[1] «Great Old Party», es decir, el Partido Republicano. [Nota del Editor].

Ver comentarios

  • Alejandro Barreras insinúa su certeza --que comparto-- de que las mutas mayoritariamente son masas que necesitan moverse por senderos maniqueos, consignas mediáticas y trillos donde se opta por desplazar culpas a partidos políticos, dirigentes, ideologías. Poco que hacer, A B predica para conversos.

  • Interesante escrito. La verdad es que las etiquetas son banales, por los prejuicios que entrañan, pero siempre han existido, y es lo que permite cierto nivel
    de referencia ideológica, pero hasta ahí. Tras la etiqueta está la mascarada. Para la izquierda la derecha es fascista, que es una forma de tapadera de sus fechorías en los tiempos que apoyaron a Stalin, e incluso al Hitler socialista de los primeros tiempos. Al conocerse los crímenes del comunismo y tras caída del muro, la forma de regenerar el prestigio perdido fue acusar de fascista al pensamiento contrario. Pero no toda la derecha es fascista ni toda izquierda lo es, ya que existen gradaciones, extremos y matices medios, que es la realidad de hoy, pero el comunismo no ha muerto, solo ha cambiado de traje, en cohabitación posmoderna globalista. China es el máximo modelo, Corea del Norte, Cuba. La izquierda liberal estadounidense es hoy tan marxista y marcusiana como en 1950-1980, con su ala extrema instalada en el gobierno de Biden-Obama. Mientras que Trump, aunque suma derecha, liberales y (halcones que lo traicionaron, como Bolton), se apoya en MAGA, un conglomerado heterógeneo que prefiere el Estados Unidos liberal tradicional. La verdadera razón de la ofensiva anti Trump es que el nuevo capitalismo globalista o aristomundialista se quiere deshacer del viejo modelo republicano protestante, representado por un empresario millonario que no acató las nuevas reglas y no pudieron sobornar. Ben Shapiro y Elon Musk, que no son trumpistas, apoyan a Trump, qué etiqueta ponerles. Acaso |Candice Owens y Tucker Carlson son fascistas? ARZ