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Como una protesta de amor regreso a las fotos de Juan Enrique Rojas

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era a finales de siglo y no había escapatoria.

 la cúpula había caído, la utopía 

de una bóveda inmensa sujeta a mi cabeza, 

había caído.

Reina María Rodríguez [1]

Juan Enrique Rojas ya no vive en la esquina de mi casa, pero me dejó una carpeta en el escritorio de mi computadora con sus fotos. Como un resguardo contra las pérdidas frecuentes. Como un recordatorio. Juan me dejó unos apuntes en la agenda, unas líneas incompletas que pretendían explicar cómo ha ido viendo la vida mientras la t(r)oca en papel, plata y gelatina. 

Juan Enrique Rojas.

En las imágenes de esa carpeta algo nos distancia de lo fotografiado. Hay una pátina, un filtro. Juan no quiere entender el espacio de la foto como pedazo de aquella realidad fotografiada, sino demostrar que él existe observando ese momento; contar algo sobre sí mismo más que sobre lo capturado. Su cuerpo está en las oscuridades, en las múltiples exposiciones ensombreciendo el lugar, el objeto o la persona, en los ruidos, manchas, huellas dactilares; como entre lo visto y la cámara. En esa masa a veces visible, otras no, siempre perceptible, sucede su discurso. 

Juan Enrique Rojas.

y los granos de plata germinan 

(su inmortalidad) 

anuncian que la foto también ha sido atacada 

por la luz: que la foto también morirá 

por la humedad del mar, la duración,

el contacto, la devoción, la obsesión

fatal de repetir tantas veces que seríamos como él. 

en fin, por el miedo a la resurrección,

porque a la resurrección también toca la muerte.

Cuando lo real-material atraviesa su lente, llega la luz a sus camaritas de latas o, solamente, es vista por él, ya habita los espacios del sueño o la pesadilla. Más los de esta última. «Distopía onírica», me dijo intentando explicar algo en conceptos conocidos. Y yo, queriendo encontrar el engarce entre la pérdida del deseo y el sueño, llego una y otra vez a la pesadilla y veo: flashazos de edificios borrosos; luces que dibujan formas aparentemente irreconocibles; una ciudad derruida, hundiéndose, el mar superpuesto a sus calles; el ahogamiento como refugio y resolución; la muchacha doble, en la vigilia y el sueño como en la vida y la muerte. Las fotografías de Juan declaran la muerte del segundo en que fueron tomadas, para salvarlo: una porción de luz en un pedazo de papel, para siempre; una ciudad y un tiempo desapareciendo en esos papeles. 

Juan Enrique Rojas.

Juan revela el miedo, la angustia y el terror de esas pesadillas de la sinrazón que caminan en sus fotos con cuerpo, mas sin cabeza visible. Tapada por un sombrero, por un tronco seco, por ese gesto de anciana sabia y cansada de vivir, con la cabeza gacha, la razón se le esconde al fotógrafo. La razón ya no quiere saber; saturada de información tampoco quiere ser voz de la verdad, de la realidad. 

Una vez que traspasamos el cuerpo de Juan seremos capaces de sentir, con su guía, desde otras percepciones. La de sus personajes perros: el compañero y guía del viajero; el vigilante del cuerpo descabezado e inerte; el perro que, al borde del mar, en la costa, resistiéndose a perderse en el hundimiento, mira a la cámara con dolor ante lo vivido como si hubiese regresado de haber muerto.

Juan Enrique Rojas.

El fotógrafo solo sabe expresarse desde el silencio. El de los árboles y el de una flor semiviva sosteniendo el deseo de disparar. Disparo-impulso para el que debe haber nacido algo y haber dado luz; momento y proceso semejante al de rememorar utopías. De una de ellas nace la composición sublime: liberado José Martí de su sempiterno molde de mármol se vuelve un caminante que, lleno de flores, anhela un mejor país. Juan, para adentrarnos en estos parajes, deja algunos amuletos como salvaguarda: el fotógrafo sabe cuán sencillo es perderse en sus oscuridades. 

un simple clic en el disparador

y la historia regresa como una protesta de amor 

(Michelet)

pero vacía y seca. como la fuente del Parque Central 

o el fantasma de hojas caídas que fuera 

su árbol protector

Ya Juan no vive en la esquina de mi casa y hay días llenos de momentos vacíos en los que necesito volver a aquella foto, volver al placentero lugar del recuerdo a través de nuestros retratos: develados por Juan en la calle 17, en el apartamento con los mejores atardeceres sobre la ciudad oblicua y expandida por la mirada del fotógrafo. Infinita. En la sala frente al vecino que amplificaba la música de Frank Mitchel, Fito Páez, Santiago Feliú, sin saber que nos sorprendía haciéndonos más leve la mañana; pocas veces el exterior que se cuela en la casa-cámara se parece tanto a una.

En esos retratos reencuentro ojos igual de infinitos que la ciudad, milenarios como el silencio de los árboles, más parecidos a los de los perros tristes y los brujos que a los que creía nuestros. Ya Juan no vive cerca y, aunque lo hiciera, también sería necesario hacerle este reclamo de amor que él respondería raudo, con un simple clic del disparador. 

En mi protesta des/re/compongo el poema de Reina María Rodríguez para Juan Enrique Rojas, para que sea solamente suyo. Como sus fotos que yo no puedo explicar, ni nadie más tomarlas para mostrar una realidad, ejemplificar situación ni suceso. Estaríamos hablando de ¿entender a Juan?, ¿mostrarlo?, ¿dar ejemplos de las situaciones de su conciencia, de los altibajos de su alma, de los sucesos que le trastocan la percepción? No conozco persona capaz de llegar a él de esa manera. Un día quiso explicarme algunas cosas con palabras, y lo único que tenía eran fotos. Gracias a él que abre esas puertecitas del lente para que entremos un instante hasta su pupila, profunda, aunque brevemente 

en los ojos insistentes del muchacho

 cuya almendra oscurecida

aprendió a mirar a callar 

como elegido

(y tú me exiges todavía alguna fe?).

Juan Enrique Rojas.

(Fotografías de Juan Enrique Rojas. Texto de Cecilia Garcés Expósito).


[1] Todos los versos citados son del poema «al menos, así́ lo veía a contraluz» de Reina María Rodríguez, en: Bosque negro. Antología personal (2013), pp. 104-108, La Habana: Ediciones Unión.

El Estornudo

Revista independiente de periodismo narrativo, hecha desde dentro de Cuba, desde fuera de Cuba y, de paso, sobre Cuba.