Columnas

El hombre-halcón

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Hace un mes que descubrí al hombre-halcón. Estaba de pie, inmóvil, más allá de las chimeneas y los techos, en el balcón de su penthouse de la 5ta Avenida. 

Desde mi cocina solo alcanzaba a ver el torso del hombre-halcón y la cabeza, casi cubierta por su cabello negro, que le caía de punta sobre sus hombros estrechos. Miraba la calle, o algo que estaba más allá de la calle, ¿quizá la línea de mar que se deja ver frente a todas las casas altas de la zona? 

Lo que veía lo apresaba en su posición estoica, la posición del embeleso. 

La primera vez que lo vi iba a llover, yo había salido al balcón para resguardar las flores de mármol, que son unas flores que solo se riegan con sol, si les cae el agua de lluvia se pudren completamente, pierden su consistencia. Lo vi a lo lejos y me atrajo porque no se movía. Le dije a mi pareja, quizá quieras ver esto, hay un hombre que apenas se mueve… 

Sobre su cabeza las nubes grises se apilaban como globos deformes. Sentí pena por él y me quedé viéndolo desde la ventana de mi cocina; afuera iba a llover como no había llovido en semanas, los truenos hacían temblar los cristales y el hombre-halcón no parecía reparar en la tormenta. ¿Veía los ramilletes amarillos del jacarandá? ¿Aquella gente que hacía una cola para comprar salchichas y yogurt en la tienda cercana? ¿Los cuerpos que habían dejado de correr por la avenida para irse a casa? ¿Miraba…?

Hice una línea imaginaria desde sus ojos hasta donde fuera y crucé la avenida y paseé por encima de una embajada, de un edificio pintado de azul claro, de una casa de dos niveles, y mi dedo se detuvo en un farol encendido. Alguien había dejado un farol encendido para él en uno de los edificios del frente y el hombre-halcón lo miraba. 

Lo deseaba. 

No se movía. 

Ni un solo músculo de su cuerpo de halcón hacía otra cosa que mirar la luz. 

La luz del farol era verde. 

La segunda vez que lo vi vestía una camisa negra y fumaba. Tenía esa calma de la gente que es dueña de su tiempo y del tuyo, esa serenidad. Busqué mis binoculares y lo enfoqué, y volví a verlo, mirando la luz verde del farol como se mira un concierto, un concierto que da en un anfiteatro un solo músico, para uno solo. 

Anoté en mi cuaderno el color de su camisa, su edad aproximada (cuarenta años), anoté su vicio, su posible estatura, su pose tranquila, «de halcón», desde las barandas. 

Una madrugada que fui a la cocina por agua vi el farol verde encendido, lo vi, pero el hombre-halcón no estaba en su lugar, ¿había salido a ver a alguien? ¿Esa luz color jade, fría, era una señal? Algo muy dentro de mí susurró: «Gastby». Y recordé la luz verde que Gastby solía ver más allá de la bahía, la luz que era su idolatría por Daisy, aquel deseo de revivir un amor que se ha sentido. Y supe al hombre-halcón enamorado. Y profundamente solo. Desde entonces comencé a buscar pistas en sus apariciones, en la naturaleza calmada de su contemplación.  

¿Le había regalado el hombre-halcón El gran Gastby, de Fitzgerald, a alguien hacía mucho tiempo? 

El hombre-halcón salía entre tardes, con camisas negras de una tela muy fina que el más leve viento hacía tremolar, y se quedaba horas viendo el farol encendido. 

El farol cuelga en una terraza en la que a veces he visto a algunas personas celebrar fiestas. Es una terraza con columnas de madera y tejado español, construida en los años cincuenta. Y la gente que va parece divertirse, parecen no estar viviendo, de pronto, en la realidad abrumadora de la Isla, parecen elevados por encima de esa realidad, levantando copas brillantes, sonriendo. 

Me pareció encontrarme, hará ya unos diez días, al hombre-halcón. Suelo hacer caminatas de rutina por esas entrecalles de Miramar que son silenciosas, de tan silenciosas, tristes, en las que un señor poda sus geranios con pesadas tijeras de jardín y los perros bostezan en los grandes portales, y lo vi, era él sin dudas. 

Fue en un pequeño parque con bancas de madera, donde los framboyanes caen como sauces, lamiendo la tierra. Detrás de las flores rojas, el hombre-halcón estaba de pie, cerca de la fuente, casi de espaldas, y vestía, como siempre, una camisa negra. Lo reconocí por su posición y cuando intenté ver su rostro se volteó por completo, y algo en mí, una especie de vergüenza que padezco muy poco, me hizo irme del parque, dejarlo solo.

¿Esperaba a alguien?

Hace una semana soñé con él, con el hombre-halcón, y me desperté aturdida, triste. Le dije en la mañana a mi pareja que había soñado con un hombre. Con el hombre-halcón. Le conté.

Él miraba la luz verde y saltó al vació. Cayó durante dos, tres pisos, cuatro, y antes de tocar el suelo, el hombre-halcón salió volando, fue terrible. Abrió las alas como abanicos. ¡Abanicos…! Pensé que iba a morirse, pensé que no podía salvarlo.

Mi pareja me dijo que era un sueño extraño, que ya se me pasaría, me abrazó, y desde entonces no lo volví a ver. 

En la terraza de la luz verde se siguen dando esas fiestas, y hace algunas tardes vimos a un hombre salirse de la fiesta para mirar fijamente el apartamento del hombre-halcón, lo estaba mirando con insistencia hasta que una chica muy joven, de cabello negro, lo rodeó y lo convidó a bailar. Y donde antes estaba el hombre-halcón solo había una tumbona de ratán volteada contra las barandas. 

A veces he pensado en él, aunque ya cada vez menos. 

¿Sería un extranjero? 

¿Un embajador?

 ¿Un hombre muy solo? 

¿Alguien que esperó una llamada que jamás llegó? 

¿A dónde se habrá ido volando a más de trecientos kilómetros por hora? 

Sean como hayan sido las cosas, la luz verde no se ha vuelto a prender y ahora, más allá de la avenida, solo siguen corriendo los mismos chicos de todas las tardes y las flores del jacarandá han comenzado a caer sobre el asfalto.  

«Quizá se daba cuenta de que el sentido colosal de aquella luz acababa de desvanecerse para siempre».

Katherine Perzant

Ha sido funambulista y chainsmoker. Como el Paterson de Jarmusch, escribe poemas que nunca publica. Posee una debilidad alarmante por los puentes y las boyas. La toman, tan a menudo por extranjera, que se siente así en todas partes. Quisiera creerle a Issa, que le sobrevive, le sobrevive a todo, la frialdad.