Crónicas

Antes del estallido: por los claros del bosque hacia un verano vulgar

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Es mayo y busco inspirarme. Miro mi librero. Por los claros del bosque es el título de María Zambrano que destaca. Nunca lo he leído. He perdido el entusiasmo por leer. Sin embargo, me gusta la frase. Los claros del bosque son la sobrevivencia. Esos pequeños espacios físicos, espirituales y mentales que, como una ola escondida, agazapada, logramos visibilizar debajo de la cotidianidad.

Los claros del bosque son la paz dentro de la gran mazmorra de locura. A mi alrededor, una inmensa cochambre de injusticias; cerca de mí, gente clara como utopías. Para Zambrano «el claro del bosque es un centro en el que no siempre es posible entrar (…) luego no se encuentra nada, nada que no sea un lugar intacto que parece haberse abierto en ese solo instante y que nunca más se dará así».

Los «claros» son paréntesis al odio, a la desesperanza, a la monótona realidad, que intuyes aparecerán, pero no sabes cuándo, y para descubrirlos debes seguir caminando por el bosque tupido de dolor. Mis «claros» son breves, pero aún asoman para no dejarme caer en la locura. ¿Estará vedado permanecer en el «claro» para siempre? ¿Por qué nos han metido en la cabeza que el sufrimiento es lo que nos salvará? ¿Acaso hemos pecado? ¿Ser cubanos es sinónimo de masoquistas? ¿Es esto una religión?

Me atrevo a soñar nuevos «claros». Por eso pierdo viejos amigos. En esta larga pandemia/bosque, encerrados en casa por más de un año ya, los amigos nuevos me salvan de la maleza. Compartir comidas, compras, risas, analizar libros sobre la energía positiva, sentados en el piso mientras me acarician el pelo, fantasear que hacemos el amor, los gays, la soltera y la casada.

Observas a tus amigos, sus palabras sensuales, y te enciende lo diferente. Adoras tener su ayuda en esta larga agonía desde un cuarto piso. También te aman. Me llenan de alcohol y cloro las manos y los pies. Son disidentes desde muy niños, y siempre lo han sabido esconder.

Les toco la puerta, agito un poco el largo escenario de una sala huérfana de muebles, dejo que entre el viento y el sol. Les regalo unos panes, unas risas y unos mangos deliciosos en la mañana. Desayunamos juntos mis amigos y yo. Y esa nimiedad me oxigena. Escuchamos la radio que quisiéramos oír cada mañana. Lucía/Camilo/Yunior y El Enjambre. Bendito podcast que rezuma valentía y humor.

Hay amigos de pan y desayuno, pero hay otros de catarsis. La amiga de blanco me acecha en la bodega, frente a mi edificio, a la salida de su casa. Por más que a veces intento no verla, me espera siempre con la rabia en la punta de su lengua. Con mi amiga enfermera se da ese «claro» del bosque, otro instante único en que asisto a una confesión. No importa si está cargando tres cartones de huevos. Se acerca y me llena la cabeza de preguntas: «¿Por qué?, ¿por qué?, ¿por qué nadie hace nada? A ese muchacho lo están matando, bien lo sé yo. Al otro lo cogieron preso en su propia casa. ¿Por qué? Es que tengo mucha ira, no sé qué hacer con ella».

Me abre los ojos desesperados. Piden auxilio. La escucho. No deja que nadie se nos acerque, no confía en nadie que merodee nuestras conversaciones. Su verbo estalla. En mí encuentra un oído desprejuiciado. Quiere salir con sus cazuelas a la calle, pero sería una locura hacerlo sola, me dice. Mi amiga tiene dos hijos y vive en una casa pesadilla muy cerca del mar. Quiere hacer algo, pero solo atina a hablarme de su ira.

Pasan los días y su ira sigue igual. Yo no sé qué contestar. Solo es amiga de confesión, sus palabras salen como balas llenas de pólvora. Es raro que le importen los artistas que la mayoría se empeña en desprestigiar. Siento que su molestia va también contra ella misma, atrapada entre los huevos y la cerca de su casa. En realidad, seguro quisiera tirar los huevos y abandonarlo todo. Quiere hacer algo, pero está atrapada, sin poder gritar a voz en cuello que ya nada sirve a su alrededor.

***

Es junio. Ya junio fue diferente. Se te vuelven a romper los espejuelos y la computadora nueva no podrán traértela. Nadie quiere regresar a Cuba. Los «claros» del bosque cada vez son más raros. Se acumula lo salvaje y la poca luz. Te molesta ya casi todo: el café demasiado frío que te ofreció él, que lleva tiempo invitándote a uno erótico; la desescalada de cariño de los amigos nuevos; las fotos de comidas, bailes, cervezas, risas de los que se van; el aislamiento que nos ha ido ahorcando a todos; la desidia; la irresponsabilidad de quienes prefieren comprarse bicicletas eléctricas antes que alimentar a sus hijos; el vacío del sexo y hasta el sexo vacío; el calor; los libros que no quieres leer; los documentales de asesinatos que te obligas a ver sin sentido; el vecino que te suelta que no tienes derecho a hablar porque eres gusana y te contienes las ganas de escupirlo.

Te molesta, sobre todo, la vida vulgar y mediocre que te obligan a vivir, donde comer una lasquita de queso es única emoción positiva en la semana. Te molesta que a todos les importe más mantenerse vivos que mantenerse humanos. Y George Orwell advirtió que lo importante era mantenerse humanos hace ya demasiados años. Vamos perdiendo sensibilidad estrepitosamente.

La gente que te rodea es vulgar. Vulgar al tratarte, vulgar al reprimirte, vulgar al colarse, vulgar picardía de aplastar al sujeto de al lado. Comida vulgar, temperatura vulgar, precios vulgares, gobierno vulgar.

Te sientes reprimida por personas vulgares y mediocres que te ordenan y te vapulean. Ponte aquí, ahora allá, ahora coge un ticket, ahora te escribo un número en la piel, pero no sudes, coño, que si no el bolígrafo no pinta, y te ordenan no sudar, y le pides a dios no sudar aunque te rodeen miles de personas pendientes de que ese bolígrafo pueda tatuar ese 37 en tu piel.

Luego pierdes la cola. Ahora gritas, pero no logras que te vuelvan a poner en la cola. Después grita otra más vulgar que la vulgar que organiza las colas, y le cogen miedo y la dejan entrar. Sientes que las dueñas de la tienda ahora son ellas, esos especímenes que aúllan por encima de tu voz y te anulan y te maltratan si osas quejarte, como mismo te maltrata el gobierno si osas quejarte.

La ley del maltrato ordena y manda. Todos gritan a la vez y un zumbido ensordecedor se adueña de la calle. Te tapas los oídos. Esto es un ataque sónico. La angustia de vivir en Cuba, la vulgaridad del grito en plena calle. Las dueñas de las tiendas atienden lentamente, muy lentamente, buscando no despachar a tantos para así poder robar aún más.

Permanecer desde las nueve de la mañana hasta las cinco de la tarde en 23 y 12, frente a nuestros muertos, de espaldas a la historia, recibir maltratos, y todo por casi nada. Si antes te sentías dichosa al comprar, ahora te sientes sucia y desahuciada. Ya no hay emoción de caza, ahora eres tú la cazada. Sientes tu transformación profunda en alimaña. ¿Serás sólo tú? ¿Solo a ti te dolerá escuchar a tu hija decir que el arroz está demasiado seco, que no le baja por la garganta?

Los «claros» del bosque eran espacios de fe en las cosas y en la gente.En junio, más cerca del verano, hay menos cosas y poquísima fe en menos gente. La humanidad se escurre como agua.Te acabas de vacunar. No tienes dolor. Tampoco felicidad.

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