Crónicas

¿Cuánto pesa una cabeza? (I)

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Pubis desnaturalizado/misa reparadora.

Me quedé con ganas de pararme delante de aquella Medusa de más de dos metros de alto que plantaron en una esquina de Manhattan, al sur de la ciudad, justo frente a la Corte Suprema del Estado. Se trataba de una mujer desnuda, de bronce, un tanto rígida y con rostro severo, que sostenía en su mano derecha la cabeza de Perseo y en la otra una espada que podemos imaginar todavía sangrante.

Como estaba pactado, tras varios meses de exposición, terminaron retirándola. La pieza llevaba la firma del artista argentino Luciano Garbati y su presencia en aquel espacio no estuvo exenta de polémica. Hubo quien aplaudió la resignificación del mito y quien le escribió al artista para anunciarle que se tatuaría a aquella mujer sobre algún tramo de la piel. Hubo quien lo interpretó como una refutación del Perseo neoclásico, de mármol, obra de Antonio Canova, que puede verse en el MET, apenas a unos kilómetros de allí. Otras, dentro del feminismo más combatiente, lamentaron que las autoridades escogieran el trabajo de un artista hombre, eso, con pene y bigote, nuez de Adán y pelitos en las orejas, y cuestionaron la mocedad y la desnudez de la mujer representada, así como el hecho de que llevara el pubis rasurado. ¿Para qué seguir alimentando el morbo heteropatriarcal?, se preguntaban.

Foto: ingeborg Portales

Con todo eso en el morral, y como sabía que mi viaje a la Gran Manzana tendría que aplazarse por culpa del virus medieval, de mi trabajo de todos los días y de mi terror al frío, le pedí a una amiga fotógrafa —cubana de nombre sueco— que, si por casualidad pasaba por allí, le hiciera un par de fotos. Que no se esmerara demasiado, que tampoco era para sacrificios; aquello apenas me interesaba de manera documental. Ella no preguntó, yo tampoco le confesé que me fascinaba el tema de la cabeza humana desprendida del cuerpo y, por lo tanto, el asunto de las decapitaciones.

Al final rastreé por la red de redes y me puse al tanto de otros asuntos. Que el artista había querido invertir la historia y que en esta ocasión era Medusa quien decapitaba a Perseo. Venganza y justicia, ¡pues muy bien! De gorgona malévola a mujer valiente, ¡por qué no, si el arte y sus interpretaciones lo aguantan todo! «Justicia poética», acuñaba Infobae. Se trataba, a fin de cuentas, de una Medusa reimaginada que rehacía todas las variantes del mito griego (y mira que existen) y, por encima de todo, de una mujer del siglo XXI, dispuesta a cambiar el orden de las cosas, a trascender la vieja emancipación tan batallada en el siglo XX y la necesaria equidad, para trastocarla nada menos que en «empoderamiento», esa palabra espantosa.

Lamentablemente, me dije, la pieza de Garbati no desprendía el dramatismo del «Perseo con cabeza de Medusa» que Benvenuto Cellini esculpió para Cosme I de Médici a mediados del siglo XVI. El rostro de su decapitado, más parecido a un Paul Newman joven que se acaba de despertar, no transmitía sorpresa ni espanto ni tensión. Por pudor, supuse, por no incordiar al buen espectador de nuestros días, el argentino había evitado los tendones y las babas sanguinolentas que cuelgan en su modelo florentino. La cabeza era agarrada por la mujer desnuda como se sostiene un portafolio en la puerta de un ministerio; y la oquedad del cuello cercenado, según constaté en las fotos que me mandó Ingeborg, era una cosa seca. Como si la decapitación se hubiera ejecutado con una máquina de tecnología de punta, de esas que cortan un bloque de jamón en los mercados Publix antes de que la empleada coloque en nuestras manos, debidamente sellada, una pieza impoluta. Aquella, concluí, era una cabeza higienizada, congelada, apta para estos tiempos.

Lo importante para mí era que, una vez más, estaba ante el suceso de una cabeza desprendida de su correspondiente cuerpo. Regresaba mi obsesión, y con ella aquellos versos de Leopoldo María Panero: «Seres/sin cabeza cantarán sobre mi tumba/una canción incomprensible». ¿Quién que es no ha tenido por momentos los mismos sueños truculentos del poeta?

Ya sabemos que los escritores no dejan de rumiar sus propias obsesiones. Y ya sé que una de las mías es el peso real y simbólico de una cabeza. Solo que, por momentos, según qué estación del año, esta inquietud liminal va mutando en otras de diferente calado: cómo se corta una cabeza (con qué obstáculos nos encontramos por el camino, de darse el caso), de qué manera cae al vacío, con qué sonido termina estampándose en el suelo, con qué toc-toc rebota al menos una vez… Pero también cómo se lleva una, en vida (con sombrero o sin él, con sobriedad o de cara al espectáculo), o en cuáles etapas se divide su pérdida; y solo aquí entramos en una jurisdicción que tiene más que ver con mis otros desvelos sobre la senilidad o la demencia.

No obstante, asumo que mi obsesión primigenia continúa ligada al acto de cargar una cabeza humana como se carga un balón medicinal lleno de arena o una bolsa del mercado.

Foto: ingeborg Portales

Supongo que todo esto tuvo su génesis cuando, con 19 años, me hicieron leer en la carrera de Lengua Francesa, en la Universidad de La Habana, varios textos de Albert Soboul sobre la Revolución Francesa.

Hubo una época en Cuba, previa a esta de la que parto, en que se acudió a ciertos pensadores europeos, siempre ligados al marxismo, para explicar la historia, desbrozar vicios y conducir a un futuro luminoso. No habría sido raro ver en La Habana a jóvenes que llevaban en la mano ediciones españolas de Herbert Marcuse, Georg Lukács o Roger Garaudy, algunos de los cuales también fueron publicados por editoriales del patio. En esta selecta lista estaba Albert Soboul con un tomo amarillo y blanco, La Revolución Francesa, publicado por la española Tecnos en 1966 e importado, quizá, en varios millares para las bibliotecas del país. ¿Habrá registros de las compras estatales de libros españoles, mexicanos, argentinos —¡libros capitalistas!—, durante los veinte años posteriores a 1959?

(Una vez alguien, no recuerdo quién, me llevó a agarrar libros de esos, publicados en otras tierras, que habían sido prácticamente botados en un local que se halla entre la Facultad de Artes y Letras y el célebre comedor universitario «José Machado». No recuerdo nada más —con el tiempo todo se vuelve borroso, por eso Nabokov decía que la memoria es una habitación a media luz y otros afirman que el pasado no existe—. Solo recuerdo que agarré un libro de Trotsky que nunca leí, y que en el muro exterior de aquella cantina concurrida y bulliciosa, en nefasto «Período Especial en tiempos de paz» solía esperarme por esa misma época una muchacha que se llamaba Elaine).

¿Entonces?

Pues que todavía en esos años quedaban en los almacenes de la Facultad de Lenguas Extranjeras varios ejemplares de «el Soboul» —lo llamábamos como a los mamotretos de medicina: el Guyton, el Harrison, el Rouvière—. Uno de ellos terminó en mi mochila para nunca más regresar a los anaqueles de ese sótano donde reinaba una mujer siempre enojada que se llamaba Margarita —quienes lo vivieron sabrán que no miento— como la protagonista de la novela de Bulgákov.

*

BONUS TRACK: Era de esperar, pero toda imagen pixelada no deja de ser un ultraje a la verdad. Con esta idea me levanté del sofá cuando concluyó aquel video de C. Tangana con la soberbia Nathy Peluso. Hay un momento en el clip en que ella, desnuda y en lo alto, aunque lamentablemente cubierta por un velo digital, sostiene la cabeza del varón. ¡Chapeau! Es la Medusa ejemplar que decapita a su Perseo, no en Nueva York, sino en la Sala Capitular de la Catedral de Toledo. Es el triunfo de la hembra. Quién que es no ha deseado una muerte similar, así, capitulando bocarriba como un escarabajo.

Ahora, de puertas para afuera no bastó el sudario pixelado. Y llegó la bulla: el arzobispo de la ciudad pidió perdón a fieles, consagrados y sacerdotes, y apuntó el «uso indebido de un lugar sagrado», al tiempo que el deán del templo dimitía y las barras bravas del feminismo criticaban aquel tirón de pelo tan… tan…, ya ni sé. Unos días después la Catedral organizó una «misa reparadora», que no pasa de ser un hermoso y truculento sintagma.

Desde entonces he vuelto a ver aquel clip con la misma cara del sacristán salivoso que mira con ojos disparados tras una columna. Ya no sé cuántas de las 33.2 millones de vistas que tiene en You Tube me pertenecen. Y como dice la canción, «que me perdone la Virgen de la Almudena».

(continuará…)

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