Opinión

Cuando América me perturbó dos veces

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A los que viven donde vivo yo les gusta llamarle a su lugar América. Y sobre su tierra cae el horror como agua enferma, pero el horror americano es un horror que no se puede representar en una historia, ni siquiera en una buena. De ahí proviene quizás la sospecha, el sabor inquebrantable en los cuentos americanos de lo dicho sin haber sido escrito.

Digamos que las palabras son la pirámide y allí donde hay pirámide hay también una puerta a otro mundo. Pero las palabras no construyen la puerta. La puerta existe, sí, porque la hemos presentido, pero el camino de las palabras no nos conducirá jamás a ninguna puerta que no sea la puerta de entrada al lugar del que venimos. Sin embargo, y esta es la literatura norteamericana, son las palabras las que revelan lo que ellas mismas no mostrarán bajo ninguna circunstancia. Como un secreto que se expulsa sin contarse, un saco que se tira al mar en la noche.

Cuando me pregunto, todo lo epistemológicamente que puedo (como debe ser en la mayoría de los casos y como en algunos casos no debe ser bajo ninguna circunstancia), cómo es que sé lo que creo saber sobre la literatura norteamericana, la respuesta es una y es, quizás, la que se dará también el que se pregunte con una dosis mínima de franqueza cuál es el saldo de vivir en esta región del mundo por un tiempo superior, digamos, al año. El saldo es la perturbación.

Es eso lo que se va con uno a otro lado en la bolsa, o en los bolsillos, si uno es de los que no lleva bolsa. Como si se metiera una botella de cloro en la mochila o en el abrigo. Una botella abierta. Todo se va perturbado. Los recuerdos, perturbados; el razonamiento, perturbado; la sensorialidad, perturbada; la aprehensión de todas las cosas, perturbada; perturbado hasta el inglés se va, y uno se da cuenta cuando abre la boca y siente apresurarse desde todos los rincones del cuerpo la tensión de un hilo que se abalanza a estrangular la lengua adolorida, a sacarla de su miseria. Pero esta respuesta solo se me hizo carne hace un par de meses atrás.

En febrero, de visita en Cuba, un amigo me regaló un libro de Tobias Wolff, un escritor americano vivo desconocido para mí. Como tantas otras cosas, el libro se me quedó allá y se me ocurrió decirle, a otro muchacho que conozco, que si quería pasara por mi casa para que lo recogiera y lo leyera. El muchacho me preguntó el título del libro pero yo no lo recordaba. Le expliqué que del libro solo había leído un cuento, uno de esos cuentos norteamericanos sobre la perturbación, y no le dije mucho más. Después me quedé pensando en la historia.

Un matrimonio ve la televisión desde su cuarto, no muy tarde en la noche, mientras el matrimonio de la casa de al lado discute a gritos. La mujer, la que ve la televisión, va hasta la ventana y descorre un tramo de la cortina. Luego, o tal vez en ese instante, dice que dejó de sentir compasión por la mujer vecina desde esa vez que la oyó gemir con el marido después de haber discutido. La mujer y el hombre que discuten al parecer se golpean, pero no recuerdo este detalle con precisión. El hombre que ve la televisión dice que llamará a la policía o que ha pensado en llamar a la policía.

El hombre que discute sale afuera. Desde el fondo de su casa se escucha llorar a un niño y ladrar a un perro. El hombre camina hasta la cerca de los vecinos, los que ven la televisión, y orina contra ella. La mujer que espiaba desde la ventana ha intercambiado posiciones con el marido, y ahora pregunta frente al televisor qué está haciendo el hombre. El marido le cuenta. La mujer suspira y agradece que esta vez solo haya orinado. El vecino vuelve a entrar en su casa y ya no se escucha nada más. La mujer que veía la televisión se queda dormida en la cama del marido. El marido la deja dormir ahí por esta vez, porque le da lástima despertarla, y va y se acuesta en la cama de ella en el otro extremo del cuarto. Por ahí termina la historia.

Entonces es que me percato: nadie está perturbado en este cuento ni en ningún cuento norteamericano. O digamos que más bien nadie está más perturbado que yo porque la perturbación, lejos de contenerse en el cuento, se reproduce fuera de él. Como una viscosidad que se desprendiera desde las palabras, una nube muy baja cuya piel es igual de gelatinosa que la de un gusano. Pero aunque la historia a ratos es el fractal, y el que lee es una de las infinitas repeticiones del gusano, a ratos el fractal no es sino el que lee, y el cuerpo del gusano que se arrastra por la historia no es sino su reproducción.

La fórmula quizás es sencilla. Desde el punto de vista del matrimonio que duerme en camas separadas y se queda dormido viendo la televisión norteamericana, los perturbados son los que se gritan y se dan golpes (o no), mientras el hijo de meses llora y en medio de esa excitación, desbocados, se lanzan el uno sobre el otro, ahí mismo en la cocina. Para el que lee, los perturbados son los otros, los que ven la televisión norteamericana y duermen en camas separadas y cuyo suceso más apasionante en el día es ese en el que observan a los vecinos discutir a través de la ventana. Para el que asista a la vida del que lee, casi con seguridad, el verdadero perturbado será este, que compadece a los perturbados que ven la televisión y se alegra de su propia vida llena de cosas menos turbadoras que esas, cuando cómodamente esa vida podría rendir un buen cuento norteamericano.

La perturbación, al cabo, es la única señal, o al menos la única inequívoca, y se expresa a sí misma a través de la compasión: el que compadece es el perturbado, y la compasión es una sensación tan reconfortante que nadie o casi nadie esquiva la posibilidad de experimentarla (solo un género muy fuerte de perturbados la desprecia). Y es la única señal no solo del horror sino de la belleza también, ese revés del horror sin el cual él no podría ser. Al menos no el americano.

Digamos que si hay una trinidad en la literatura norteamericana (que seguramente la habrá para que sea todo lo norteamericana que puede ser), y si en esa trinidad el horror es el padre y la belleza el hijo, la perturbación no es otra cosa que el espíritu santo. Los tres son uno y son un misterio. Pero, eso sí, son todo el tiempo uno sin dejar de ser nunca tres. Ahora, de los tres, el único que podemos experimentar en realidad es la perturbación. El horror y la belleza, o la belleza del horror que es lo mismo que decir el hijo del padre, o el horror de la belleza, que es igual que decir el padre del hijo, solo pueden ser temidos o adorados o incluso desdeñados a través de esa perturbación. Cualquier otro recurso es tan de necio como estéril.

Y la perturbación no es solo el instrumental del que lee, claro, sino también del que vive. Porque, y para decirlo con un tono menos cristiano, aunque la perturbación es la expresión material del horror, no es por ello su saldo. O sea, ella no existe en calidad de efecto, sino de representación. Y como en todo proceso de representación, no se sabe quién antecede a quién. De manera que el gusano que se va hinchando de a poco, en la compulsión por la comida chatarra, en la moralidad del trabajo esclavo, en la fascinación por los asesinos en serie, en la admiración por los veteranos de guerra, en el regusto por las conversaciones cortas sobre el clima y las conversaciones largas sobre la comida, en el recelo inquebrantable hacia el contacto físico, no es sino una materia elástica cuya masa interior rebota perpetuamente desde la literatura hasta la realidad y desde la realidad hasta la literatura.

Pero el que ha leído las historias norteamericanas fuera de América, a lo que ha asistido en realidad es a un tipo de perturbación pasiva: se puede compadecer a los personajes y a sus mundos tanto como se quiera, pero ni uno ni otro van a dar nunca la menor muestra de conmoción o indignación ante eso. Y esta no será sino una compasión mutilada, porque los mecanismos de la compasión envuelven siempre a más de un individuo, y si se compadece sin compartir este sentimiento se compadece solo a medias, sin recibir la gratificación que produce ver la humedad infestada de la compasión de uno sobre la percepción de otro. Así que ese mismo individuo que ha leído las historias norteamericanas fuera de América, y ahora vive en América, solo entonces asiste a una segunda clase de perturbación, que es la que se produce cuando luego de haber leído y compadecido, se adquiere de súbito la conciencia de que la humedad infestada de nuestra compasión se proyecta sobre nuestra propia vida. O sea, la conciencia de que lo que se compadeció no fue sino a uno mismo en el futuro, que es lo mismo que decir a uno mismo y nada más.

Esta conciencia de la doble perturbación, sin embargo, no ocurre de modo abstracto. Hay siempre un suceso, uno en apariencia pequeño la mayoría de las veces, cualquier cosa, un trocito de lechuga podrida en el sándwich, que te hace reparar en toda esta dinámica. El mío aconteció una mañana, no serían más de las once, y fuera de mi ventana el sol resplandecía, los árboles apenas agitaban sus ramas y las ardillas corrían desafiantes de un lado al otro sobre el tendido eléctrico.

Cualquiera hubiese presentido la inminencia de una descarga radioactiva, pero de este lado de la ventana, dentro de mi laptop, lo que se venía arrastrando era el gusano transparente. No recuerdo cuál de esos senderos multiplicados que internet va tejiendo con sus fibras infinitas transitaba yo, cuando de golpe, como el que tropieza con una verja y solo se percata cuando un tallo juguetón se enreda en su pelo, me di de bruces contra un cementerio virtual. Y sin que me atreviera a entregarme a la contemplación de aquellas tumbas virtuales, que al parecer algunos ciudadanos habían tenido a bien construir en esa tierra santa de internet, la belleza del horror me tiraba de un lado y el horror de la belleza me tiraba del otro, y la belleza era espantosa y el horror era sereno, y los dos por igual me eran vedados mientras la perturbación descendía sobre mí.

Ya nunca más América podría ser lo que había sido: una tierra de otros que yo compadecía sin reservas, desde el éxtasis casi; sino una tierra donde finalmente, y luego de mucho tiempo, yo habitaba y me habitaba a mí también. La perturbación me alojaba, como una posadera terca, en una habitación que yo pretendía rechazar y bajo cuya puerta se deslizaba una cuerda. Una cuerda que a ratos tiraba de mi tobillo y a ratos de mi cuello, y que a ratos también me columpiaba suavemente. Y no importaba cuán lejos yo me fuera, porque la cuerda invisible iría enredada en mí, inmortal como un gusano santo.