Otra vez en Nueva York, sin Patria pero con hijo

    Las dos veces que he ido a Nueva York no ha sido para ir a Nueva York. Hace cinco años fui a Nueva York pero nunca estuve en Nueva York. Esa vez, incluso, subí al metro. Me quedé a dormir la primera noche en el cuarto de una fotógrafa que estaba aprendiendo a tocar el ukelele y pensé: esto es Nueva York, una enorme cantidad de cuartos a media luz habitados por mujeres que quieren tocar el ukelele.

    Esa primera vez en Nueva York se suponía que el frío me calaría profundo. Los primeros grados bajo cero de mi vida los percibí en Nueva York. Dicen que cuando una mujer tiene un hijo, los recuerdos se le borran todavía más fácil. Es normal que se borren los recuerdos, pero el mero hecho de concebir ya es razón suficiente para borrar la memoria, porque el cuerpo y el cerebro empiezan a ocuparse de otro asunto que es prioridad.

    Lo cierto es que Nueva York se quedó en el 2016, flotando entre los diez grados bajo cero de finales de diciembre y el río de diarrea que vomité por el ano a las tres de la madrugada de Brooklyn, unas cuadras más allá de la estación Lafayette del Subway. Todos los trenes de Nueva York brillaron por su ausencia esa nochecita cuando a mí me dio por reventarme por dentro gracias a unos aperitivos y a unas margaritas en no sé qué bar-restaurante mexicano de Manhattan. Te juro que solo me acuerdo del dolor.

    Después o antes de las margaritas fuimos a ver la performance de Cate Blanchett en un lugar así famosísimo que también se me olvidó. Estoy segura de que, si recordara el nombre del lugar, ustedes dirían ah, estuvo ahí, pero no tengo ese dato. Recuerdo, por supuesto, a Cate Blanchett, repetida en muchas formas recitando un manifiesto. La puesta en escena de la película era todo lo que se puede esperar de una ciudad.

    Legna Rodríguez / Foto: Cortesía del autor

    Antes o después de Cate Blanchett, escribí uno de mis libros de poesía que más me gustan, porque es como una sinfonía y logré estar, como pocas veces, a la altura del conflicto. Logré darme cuenta de que las palabras también dejan de ser precisas. El título del libro es un invento mío y el sentimiento que lo impulsó también. Se llama Transtucé y está en el catálogo del 2017 de la editorial Casa Vacía, por si a alguien le interesa.

    Esa primera vez en Nueva York fui a encontrarme con una ex que, de pronto, había sido diagnosticada con leucemia. A esta altura de la vida no estoy segura de casi nada, mucho menos de la leucemia o de lo que una ex significa. Yo fui, por mis propios pies, dispuesta a darle la médula si la médula bastaba. Como siempre, Nueva York fue lo de menos y la médula también. Sus plaquetas no estuvieron ni en los complementos circunstanciales de modo.

    Cinco años después, como en las películas, hecha talco y puré de talco gracias a la enorme capacidad del ser humano para joderle la existencia a otros seres humanos, alguien muy poeta y muy traductor llamado Ezequiel Zaidenwerg, me escribe por Whatsapp para invitarme, de nuevo, a Nueva York. Tardé en responder unos segundos pero Zaidenwerg creyó que mi respuesta implicaba un pero: tengo que pedir permiso en el trabajo y ver cómo dejo al bebé.

    Entonces Zaidenwerg propuso la posibilidad de llevar al niño: quizá podrías venir con Cemí, tenemos bajísimo presupuesto pero mucho amor y entusiasmo. Yo dije que sería maravilloso, llevarlo, y que si era caro el pasaje. Zaidenwerg dijo que no sabía, pero que me lo pagaban. Zaidenwerg se fue del chat, seguramente buscó en la página web de alguna aerolínea, yo seguí trabajando. A las 15:50 de esa tarde entró su mensaje definitivo: podemos afrontar los dos boletos.

    El día 22 de octubre, a la entrada del aeropuerto, alguien botó sus espejuelos y a mamá por poco le da un infarto. Simplemente decidió quitárselos y dejarlos donde mismo se los quitó. Mamá empujaba el cochecito con una mano y la maleta con la otra. Me fue imposible fijarme si los espejuelos seguían en su nariz hasta que paramos para verificar el código QR del boleto de cada uno y vi su cara desnuda de espejuelos. Respiré como si estuviera en las profundidades del océano frente a la jeta de Moby Dick.

    El avión de Spirit era amarillo y a mi hijo le pareció precioso:

    —Nos vamos a montar en el avión amarillo, mamá.

    —Sí, mi amor, ¿viste lo grande que es?

    —Grande y amarillo, mamá.

    —Sí, mi amor, amarillísimo.

    Foto: Cortesía del autor

    Le escribí a Ingeborg Portales cuando Zaidenwerg compró los pasajes. Paola Fiterre me había dicho por chat que cuando fuera a Nueva York podía quedarme en su casa, pero yo tenía muchas ganas de ver a los cubanos que viven allá y el aeropuerto de llegada era el que está en Nueva Jersey. Cubanos súper poderosos que cuando vienen a Miami también me buscan, con los que he compartido poesía, literatura, pero sobre todo emociones comunes e ideas comunes, que nos juntan aunque no estemos cerca. Conocidos, amigos y viejos conocidos.

    Ingeborg le escribió a Enrique del Risco y Enrique dijo que ese día tenía mucho trabajo pero que no importaba, que iba a cocinar. Ese día Enrique del Risco cocinó y un grupo de cubanos se sentó a comer alrededor de una mesa ovalada (no redonda) entre voces altas, cucharadas de un arroz con pollo exquisito, risas de oreja a oreja, niños jugando, pensamiento lelo, imágenes superpuestas de gente que no conozco y gente que ya he visto en otra parte.

    La noche del 22 de octubre fue una familia reunida y una bienvenida suculenta. Cuando Alexis Romay y Enrique del Risco empezaron a cantar «Mariposa Technicolor», yo sabía que me sabía esa canción de memoria pero no sabía por qué me la sabía. Por supuesto, yo me sé esa canción desde los catorce, pero el 22 de octubre, con un hijo de tres años jugando a mis pies, no sabía cómo me la sabía.

    Alexis Romay trajo una bolsa llena de libros traducidos por él para Cemí. Eida metió más libros, y me pasaba la mano por un hombro como diciendo: todo estará bien; aunque ella sabía perfectamente que todo no estaría bien. Claudia me dio su tarjeta del MoMA para que entrara gratis si me daba tiempo. Alicia y Maikel se acordaban perfectamente de mí y al final de la noche yo me acordé de Alicia presenciando un romance gitano mío en la feria del libro de Santiago de Cuba en el año 2013. Creo que me puse colorada. Alicia se rió. Paquito de Rivera le dio la mano a mi hijo.

    Ingeborg me había dicho: no traigas toalla. Con ese mensaje, era como si mi mamá me estuviera esperando en Nueva Jersey en batecasa y chancletas y pies llenos de talco, como el poema de Oscar Cruz. Ingeborg Portales vino a mi casa a ver a Cemí recién nacido. Cuando llegamos a su casita de Union City, tibia y dulce, Ingeborg decía que nunca ningún niño había pronunciado su nombre como lo estaba pronunciando él: mira, lo dice perfecto.

    Legna Rodríguez / Foto: Cortesía del autor

    Dormimos mi hijo y yo acurrucados en una cama que era pequeña y enorme, porque era buena. No hizo falta toalla ni hizo falta nada el 22 de octubre, ni el 23 de octubre, ni el 24. Vimos Nueva York con Ingeborg, de noche, como una boca de lobo, desde la parte trasera de una casa donde a Ingeborg le hubiera gustado vivir. Mi hijo traía en la mano una bolsa de nylon llena de merenguitos cubanos blancos, de esos que hacen en Cuba para matar el hambre y endulzar el alma. Nueva York es una toalla que no hizo falta llevar.

    Esto lo escribí en Facebook, pero Facebook no se compara con el súper Toyota rojo de Maria Antonia Cabrera Arús. María Antonia nos recogió en el aeropuerto y nos llevó a casa de Ingeborg el 22 de octubre. Mira ese puente, Cemí, decía María Antonia por el camino y Cemí decía oh, como si aquel puente fuera el puente de sus sueños. Yo también dije oh, porque aquel puente industrial americano era un sueño, de verdad.

    El 23 de octubre, tempranito por la mañana, María Antonia nos recogió  y nos llevó a desayunar. No había sabido qué comprarle a Cemí y le compró una bata de baño afelpada, talla 4. Toda la ternura en una bata de baño, aunque detrás de los espejuelos hubiera una persona que no fuera muy de abrazar. Yo tampoco soy muy de abrazar, pero cuando salimos del aeropuerto y vi a María Antonia bajarse del Toyota diciendo hola Cemí, como si nada, las ganas de abrazar se destaparon. Hubo un momento sublime, durante el desayuno, cuando Geandy Pavón dijo: esa expresión, madre del verbo, qué linda es.

    Cuando Michel Mendoza llamó por teléfono a María Antonia y María Antonia le dijo que viniera, que yo estaba ahí con el niño, y Michel Mendoza dijo que claro que venía, las ganas de abrazar también se destaparon. Conste que la última vez que nos habíamos visto había sido en el patio de 17 y H, como dos perros muertos bajo la lluvia, que no se conocen mucho ni tienen mucho de qué hablar. En ese patio, de lo mejor que hablamos fue de poesía y de Thomas Bernhard, si mal no recuerdo. Le juré que el libro que estaba escribiendo se llamaría Título, a falta de título. Casi tuve que ponerle Título porque se lo había jurado a Michel Mendoza. Eso pasó en el 2014, antes de irnos los dos de Cuba.

    Durante todo el desayuno, igual. Porque al marido de María Antonia le dio por maullar como maúllan los gatos y Cemí se quedó loco y así fue como único empezó a comer. Asiel, el marido de María Antonia, parecía un gato profesional. Mi hijo quiso que lo cargara y que siguiera maullando para ver cómo lo hacía. Aguántalo duro, decía yo. Miau, decía el marido de María Antonia. El niño está feliz, decía María Antonia. Otra vez, decía mi hijo. Nueva York es otra vez.

    Todavía no habíamos llegado a Nueva York pero Nueva York era todo eso y sobre todo era el hecho de habernos montado en ese avión rumbo a Nueva York aunque no hubiéramos aterrizado precisamente ahí. Nueva York era el agujero por donde nos habíamos escabullido mamá y Cemí para que Cemí le diera la vuelta al mundo montado en un burrito, un burrito con alas de avioncito, que vuele por los cielos y que no dé brinquitos.

    Todo el trayecto en Toyota rojo se habló de Cuba Material y de Nueva York como fetiches, pero yo borré las conversaciones, articuladas entre María Antonia y Michel Mendoza, como un radio portátil en mis orejas. Trato de oír sus voces en mi cabeza y recuerdo a una y a otro hablando de Nueva York como un mundo feliz, perfecto donde no había Miami por ningún lado. El calor, el sopor, el motor, el estuporrrrr.

    El niño se puso majadero y se durmió antes de llegar. Lo despertamos al detenernos frente al edificio de Paola Fiterre, donde me despediría de María Antonia y de Michel Mendoza, hasta más ver. Pero cuando Paola dijo que su novio Abel estaba arriba, en el apartamento, Michel Mendoza preguntó: ¿qué Abel?; a lo que Paola respondió: Abel González; para que Michel le dijera a María Antonia: ¿subimos un rato?

    Paola Fiterre y Abel González / Foto? Cortesía del autor

    Subimos los cinco en el elevador. Ya Cemí se estaba enamorando de Paola, como un adolescente. Paola sacó unas hojas de papel de tamaño extra, unos lápices y unos pasteles. Yo seguía medio ignorante de quién era el novio de Paola hasta que me di de cuenta, como dicen los guajiros. Abel González, ah. Pero lo más importante de Abel González, además de amar absolutamente a Paola Fiterre, fue que se hizo mejor amigo de mi hijo desde que los dos se conocieron.

    Mi único plan para esa tarde era encontrarme con Tana Oshima en algún punto del Parque Central, así que Tana Oshima y Paola Fiterre se pusieron de acuerdo por teléfono y salimos en son de paseo. Paseamos por la orilla del río frente al edificio de Paola en el West Harlem. La orilla con música estridente y timbiriches de comida latina y gente con los hijos y los perros y muchos colores, aunque el fondo gris invierno ya se notara en el aire.

    Para mamá y Cemí había frío, aunque Paola y Abel también llevaban puestos sus abrigos invernales. Tomamos un taxi Uber hasta el centro, o por lo menos hasta lo que yo entiendo por centro: un lugar atiborrado de personas. El punto de encuentro con Tana Oshima era una fuente. La fotógrafa, en un momento que tampoco recuerdo, le dio la cámara de rollo a mi hijo como si el fotógrafo fuera él. Les presento al fotógrafo Cemí, tres años y medio, 90 cm. Encuéntrame por el cuadrito, fue la única enseñanza que la maestra le dio. Nueva York es un cuadrito.

    Cuando vi a Tana Oshima desde lejos, envuelta en su abrigo amarillo, no sabía si se trataba de uno de sus dibujos o del avión de Spirit, amarillísimo. Lo cierto es que me dio tanta emoción, la vi tan flaquita y al mismo tiempo tan linda, que Tana Oshima debe haberse asustado. Paseamos con Tana Oshima como cuatro niños alegres en un bosque oriental. A través del Parque Central, mientras Tana Oshima decía: aquí es mi lugar preferido, hay hasta un riachuelo. Yo pensaba: no puede ser, estoy hablando con Tana Oshima.

    Creo que Cemí tuvo la misma impresión. La impresión de que su madre estaba hablando con alguien importante para ella, con alguien que nunca ve, nunca habla y nunca mira a los ojos. No le vimos los labios a Tana Oshima porque nunca se quitó la máscara. Fue a nuestro encuentro con mucho cuidado de no contagiarnos nada aunque no tuviera nada. Era el cuidado, la protección, lo que más interesaba a Tana Oshima.

    Tana Oshima quiso saber de mí y le conté de mí, quiso saber de mi hijo y le conté de mi hijo, quiso saber de Miami, el mundo Miami donde vivimos, y le conté de Miami. Lo que conté la puso muy seria y la hizo abrir los ojos asombrada más de una vez. Lo que conté daba pena y vergüenza. Lo que conté no se puede repetir, mucho menos en un párrafo donde aparece la palabra hijo repetida varias veces.

    Casi se hizo de noche en el parque, tal vez por lo que conté a Tana Oshima, mientras Abel González llevaba el cochecito con mi hijo en su interior. Salimos a un claro de la ciudad para pedir un taxi de regreso. Tana Oshima no, ella regresaría a su casa caminando. Una hora caminando, me gusta caminar, dijo Tana Oshima detrás del nasobuco. Nueva York es una mujer caminando, una hora para allá y una hora para acá.

    El fotógrafo callejero Cemí Rodríguez se durmió en el taxi Uber después de haber retratado Nueva York. Así que decidimos quedarnos a dormir esa noche en casa de Paola, rodeados por obras de arte, libros de fotografía, fotos, un Abel González enamorado y una Paola Fiterre enamorada. Mañana, antes de la lectura, podríamos llevar a Cemí al museo de los dinosaurios, se me ocurrió creo que a mí, pero ni eso recuerdo. Lo cierto es que lo llevamos, fuimos al museo de los dinosaurios y Cemí vio los dinosaurios medio asombrado e incrédulo.

    La ducha eléctrica había fallado en casa de Paola. La escena donde la fotógrafa cubana Paola Fiterre calienta agua en una olla para bañar a mi hijo a primera hora, con agua caliente y jabón de olor, forma parte de lo que entiendo por Nueva York. La mesita con croissants y tasas de café, también. La parte donde Abel González dice que un fotógrafo y un escritor hacen la pareja perfecta porque la literatura y la fotografía se complementan irreductiblemente (esta palabra la puse yo), no se me va de la cabeza.

    La Fiesta de la Poesía en el Club Toñitas de Brooklyn, la razón de nuestro viaje a Nueva York, sigue perdida en mis pensamientos sin poder desenredarla con destreza. El Club Toñitas era un antro así lleno de luces y bombillos redondos de discoteca antigua. Dicen que es un lugar mitológico. Que la gente se junta en el club Toñitas para seguir siendo, durante un rato, caribeños y calientes.

    Paola Fiterre / Foto: Cortesía del autor

    Cuando llegamos había comida. Paola Fiterre y Abel González y hasta Cemí Rodríguez comieron sendos platos de arroz con frijoles blancos y pernil de cerdo. Recuerdo a Ezequiel Zaidenwerg con. El plato de frijoles en la mano, diciéndome que comiera, que ese plato era suyo. La gente comía a las cuatro de la tarde. Yo no quería comer pero comí.

    Yo tenía mi antifaz de dinosaurio preparado para cuando anunciaran mi nombre levantarme y leer poemas para mi hijo y poemas también para mi país. Cuba, mi país, lleva años desapareciendo. Cuando te  montas en un avión internacional te das cuenta de eso. Cuba, mi país, ya no es la Patria de nadie. Lleva años dejando de ser Patria y dejando de ser un lugar deseado para ser solo un lugar idealizado. Por eso tuve que leer, con mi hijo prendido a mi rodilla como un koala a un eucalipto, poemas no solo para mi hijo sino también para mi país. La Patria a la que uno se prende, sin soltarse, como un maldito marsupial  a un eucalipto invisible.

    Paola Fiterre escribió lo siguiente en una historia de Instagram: Querido Cemí, ayer, después de muchos días, semanas, llevé doce rollos al laboratorio. De todos esos rollos sabía que al menos dos de ellos estarían llenos de fotos hechas por ti. Hoy cuando los fui a recoger (con el miedo de que algo hubiera salido mal porque te di una cámara nueva que nunca antes había probado) vi que todos los rollos se veían hermosos, saludables, como se tienen que ver, y que tus dos rollos están llenos de fotos que hiciste tú. Te estoy hablando de al menos setenta y dos fotos disparadas por ti. Retratos, detalles, más retratos, color, blanco y negro, tu madre, muchas fotos de tu madre mientras te leía con un antifaz de dinosaurio. Querido Cemí, cuando le dije al técnico que esas fotos las había disparado un niño de tres años, el técnico me dijo: ¿cuántos? Qué fotos tan bellas. Son todo lo que tiene sentido.

    Todo fue demasiado intenso: el avión; el Toyota; los panes; la mesa ovalada; el elevador; la orilla del río; el bosque encantado; los huevos de dinosaurio; la ballena; la mesa de billar con la gamuza verde en el centro; los amigos; los poemas; Cuba; el frío afuera; Zaidenwerg; el micrófono; mi hijo diciendo por micrófono: mamá, te quiero mucho; el regreso con María en Minicooper; la hija de Ingeborg jugando con mi hijo hasta las doce; dormir juntos. Nueva York es mi hijo diciendo: mamá, te quiero mucho.

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    4 COMENTARIOS

    1. […] Las dos veces que he ido a Nueva York no ha sido para ir a Nueva York. Hace cinco años fui a Nueva York pero nunca estuve en Nueva York. Esa vez, incluso, subí al metro. Me quedé a dormir la primera noche en el cuarto de una fotógrafa que estaba aprendiendo a tocar el ukelele y pensé: esto es Nueva York, una enorme cantidad de cuartos a media luz habitados por mujeres que quieren tocar el ukelele. Para seguir leyendo… […]

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