Ni todos los Códigos de Familia…

    A veces me pregunto si no valdría la pena acabar de asumirlo y comenzar a contar nuestra vida —tanto en el sentido de numerar como de relatar— según los ciclos de noticias, y no en días o en meses. En épocas tensas, los ciclos de noticias pueden durar años. En épocas de máxima dispersión, horas. Acabamos de despachar el reinado de Isabel II en la cuasi eterna abadía de Westminster. Setenta años resumidos en un dilatado acontecimiento de 11 días, depositados entre mil años de parientes y enemigos. En el medio, el público casi no pudo contenerse y a cada momento relocalizaba su atención en pequeñas «subtramas» virales —como aquella en que Charles III se manchó los dedos con una pluma. 

    La atención se ha convertido en uno de los recursos más valorados. No es extraño que sean sus variaciones, y no el ciclo circadiano o el paso de las estaciones, las que acaben influyendo más en el ritmo de la vida contemporánea. El alumbrado público y la Revolución Industrial unificaron el horario de sueño en el siglo XIX. En el auge del Estado liberal, los acontecimientos de las historias nacionales se fundieron en la identidad personal, y más de uno, seguramente, debió haberse vanagloriado de nacer el mismo día que José Martí. No es posible predecir qué dimensión llegará a tener el acontecimiento al final de la era digital y cuánto cambiará nuestra vida. 

    El historiador Pierre Nora defendía en los años setenta que el «éxito» de ciertos acontecimientos en los medios de comunicación nunca es casual. Los que más concentraban la atención del público eran los que mejor conectaban el presente con los problemas más antiguos —y persistentes— de las sociedades. Luego se volvían referenciales —acontecimientos monstruosos, les llamaba por su dimensión exagerada—, y con su propia existencia reforzaban el proceso, ordenando la interpretación del resto de los acontecimientos menos llamativos en función de su propio significado. Eso, cuando no interviene un gobierno totalitario y fuerza el funcionamiento de los medios, incrementando exponencialmente dicho efecto. 

    Cuba vive como en otro tiempo. O, mejor dicho, en dos tiempos a la vez, el del cambio y el del no cambio. Esta contraposición ocurre en todas partes, pero en la isla se da en un sentido más lineal, enfrentando directamente lo novedoso y lo establecido. Allí también los acontecimientos menores se suceden, marcando el ritmo de la vida cotidiana, alternando novedad y hábitos, preocupaciones concretas y problemas existenciales, nuevas ideas y prejuicios inmemoriales; igual que en el resto de Occidente, pero en una confrontación más explícita, porque en el caso cubano son «devorados» por el acontecimiento referencial, el hecho por excelencia: «la Revolución». 

    La homogeneidad de los medios de comunicación y, por tanto, la monotonía de la cadena de los sucesos a disposición de los participantes, hacen que no haya posibilidad de que convivan múltiples interpretaciones, sino que se enfrenten en una inmutable —y estática— oposición entre «la interpretación oficial» y «todas las demás». Basta que «baje la orden» para que los funcionarios comiencen a alinear los sucesos, adecuándolos al continuo preexistente de la temporalidad oficial —y por reacción, de la contraoficial. Lo nuevo desaparece entonces, y solo queda su apariencia: se pierde la novedad y el acontecimiento se carga casi completamente de la relación explícita con lo preexistente. Se convierte en otro dispositivo reproductor. Desaparece como anomalía y se anula todo potencial transformador. 

    Ahora ha sido el Código de las Familias; hace apenas un ciclo, la «remodelación» del mercado cambiario —se escuchan risas al fondo—, y, en el ciclo anterior, el incendio de la Base de Supertanqueros de Matanzas. Repitiéndose, por detrás, la incompatibilidad de siempre.

    Es imposible no percibir que, pese a las variaciones, el debate en Cuba es siempre el mismo: a favor o en contra del gobierno. No importa cómo se enuncia, ni cuántas generaciones hayan pasado. Los mismos actores, con los mismos argumentos, con un disfraz de novedad que no funciona del todo porque es incapaz de desviar la secuencia de razonamientos prestablecida y comenzar realmente un nuevo camino de deliberación. Más de uno lo ha intentado, pero los recursos a disposición del Estado son demasiados, y la tozudez de sus funcionarios también. Todo el peso de la confrontación de siempre, reiterada en los medios de comunicación y reforzada con la violencia policial —y parapolicial—, cae sobre los que intentan abrir el juego. Y los anula. 

    En cuanto a este último ciclo, confieso que no he leído el Código de las Familias y, abrazando el cinismo más radical, me comprometo a no leerlo. Hay demasiadas cosas por hacer y muy poco tiempo disponible. Además, no lo necesito para estar en contra. Si hubiera podido ir a votar en el referendo, no lo habría hecho. La razón es sencilla y fundamentalísima: ni el gobierno reconoce como ciudadanos legítimos a los que piensan contra él, ni yo lo reconozco a él. Hay solo un plebiscito que tiene sentido en Cuba hoy. Lo lamento mucho por los defensores del matrimonio igualitario y el respeto a la infancia, pero estoy en contra —en realidad, me desconecto— de cualquier propuesta que se haya producido desde una legalidad que nos enajena. Y encima, tampoco creo en ella. Por haberse aprobado la Ley 156/2022, no va a cambiar la situación de los niños que sufren abuso ni de las parejas discriminadas. Seguirá siendo, como hasta ahora, cuestión de la voluntad personal de los «dirigentes». Eso sí, me consuela —relativamente— que por primera vez más de la cuarta parte del censo electoral se haya manifestado de forma parecida.

    Cuenta una leyenda de la Filosofía que, al llegar a Atenas, Alejandro el Magno fue hasta el tonel de Diógenes de Sinope y le ofreció cumplir su mayor deseo, cualquiera que fuese. Diógenes respondió que lo que necesitaba era que se hiciera a un lado porque estaba tapándole el sol. Si un día me topara con Miguel el Mínimo —prefiero evitar el apelativo más mordaz con que quedará en la memoria nacional— y me preguntara qué Código de las Familias yo deseo —o, incluso, puestos a imaginar, qué Constitución quiero que implemente—, creo que mi respuesta sería más o menos la misma que la de Diógenes: «lo único que deseo es que se quiten del medio».

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