Llegó la hora de hablar de ella. Es pequeña; escondida como si no le interesara recibir visitas. En esta ciudad todo es pequeño, menos las iglesias, sobre todo sus interiores. La plaza es cuadrada; tiene unos dos o tres bancos mal distribuidos. En el centro, creo, debió ir un monumento, una fuente, pero no hay nada, ni siquiera árboles. Siempre la veo con mucho movimiento. Al frente está la parada del trole. Yo siempre accedo a la plaza por la calle Manabí: ese es el nombre de una ciudad costera del Ecuador, que es famosa porque los campesinos tienen sexo con yeguas y cabras. Al oír las anécdotas de los manabitas cogiéndose a esos animales, recuerdo de mi infancia. Salíamos a caminar por el monte, con el pretexto de ir a cazar, bañarnos en el río, pero el resultado final era tener sexo con alguna oveja, cabra o yegua joven. Sería demasiado comprometedor decir los nombres verdaderos de mis primeros amigos. Manuel era siempre el que iniciaba bajándose los chores; se sacaba su sexo y penetraba al animal de turno. Yo trataba de ser el último para poder disfrutar del espectáculo erótico: ver a adolescentes penetrando a una oveja, o chiva, o yegua. También era el último porque en realidad nunca me gustó tener sexo con animales. Al caminar por la calle Manabí no dejo de pensar en esos momentos; en realidad fueron las primeras orgías en que participé. 

Me bajo en la parada del Mercado Central; camino por Manabí (calle). En las aceras se vende de todo. Un hombre se me acerca y me entrega un flyer que promociona habitaciones con chicas por 15 dólares, con baño privado y agua caliente. Es un día de sol, pero seguro lloverá más tarde. Un moreno de lentes oscuros al estilo de los sesenta, con la camisa medio abierta, muestra los pelos del pecho; me sonríe, sabe que soy extranjero. Los pelos del pecho están encrespados; tiene una mota de canas en el centro de la abertura. A la legua se distingue del ambiente descuidado. Las mujeres, por lo general indígenas, permanecen sentadas en las aceras con sus niños, vendiendo frutas y vegetales. Siento el olor a mariguana; en una esquina, una pareja de jóvenes (hombre y mujer) fumando: no temen hacerlo. Un hombre de unos 50 años que está en la puerta de un establecimiento me invita a pasar. Las fachadas de los edificios son hermosas, del tiempo de la Colonia, pero llenas de hollín. 

Esta parte de Quito me recuerda La Habana, pero hay frutas, y restaurantes muy baratos en los que se puede comer por un dólar un plato de salchipapas. Se oyen vallenatos, rancheras; en algún momento irrumpe Julio Jaramillo. En eso es muy distinto a La Habana; el reguetón es la banda sonora de La Habana. Aquí, en las paredes, hay muchos grafitis, firmas que anuncian que esa parte del barrio pertenece a tal o más cual banda que se dedica al comercio ilegal de drogas. Un carro moderno está parqueado frente a uno de esos lugares que no posee carteles. El olor es a orine. Es normal ver a los hombres arrimados a las paredes, a los muros, orinando libremente. La patrulla pasa; los policías ven a esos sujetos y no dicen nada. Les temen. 

Ese día no quise salir del área que me importa, no quise desparramarme como siempre hago con casi todo. Permanecí en la plaza. En Quito existen pocas salas de teatro; casi todas las funciones son caras. No todos pueden disfrutar de una función. Me quedo mirando a la gente que camina sin rumbo. Hablo de ellos porque, aunque parezcan muy lejanos, ya los conozco. Este paisaje es familiar. Estoy contento de no tener amigos que pueda invitar a estos paseos. En la esquina, una puta; por esta zona hay muchas. Tiene un cuerpo regordete, es trigueña, de pelo estirado; se nota la cantidad de químicos que se aplica semanalmente. Los labios son gruesos, probablemente intervenidos, y sus nalgas no son para nada naturales; usa ropa interior con prótesis. Trae un vestido de flores grandes y debajo unas medias negras. Calza unas sandalias con plataformas que muestran unos dedos feos, engarrotados, uñas pintadas. No llego a distinguir desde aquí si es un travesti. Habla con un joven, le entrega algo; hay complicidad en la mirada. El joven se va y le da un beso de piquito. Ella saca un creyón y se retoca la pintura de los labios. Estoy en el estratégico café El teatro, frente a la plaza. Muchos se toman un agua aromática, la bebida más económica. Le ponen mucha azúcar, porque de esa manera pueden mitigar el hambre y pasarse largas horas sin comer nada. Cruzando la calle, otra prostituta. Es un poco más joven, muestra sus piernas, igual trae zapatos altos, se abre más el escote de su vestido, pasa sus manos de uñas postizas por los muslos. 

Salgo a caminar. Ya me cansé de mirar a través de los cristales del café. Me encuentro con unos actores jóvenes; traen la pinta de artistas. En cualquier parte es fácil de reconocer a los artistas, o a los que pretenden serlo. El teatro parece estar en un llano, o en una ladera; se nota al subir algunas calles. Justamente en los edificios que están arriba es donde sucede la transacción económica, o, mejor dicho, es donde sucede la conversación previa, la negociación. 

La puta me mira; le sostengo la mirada; ríe; le respondo el gesto de amabilidad. Me detengo para cerciorarme: saco el teléfono, disimulo mi interés. Tengo miedo de que alguien pase y me arrebate el teléfono; hago como si estuviera mirando algo en la pantalla. Levanto la vista. Ella sigue riendo; me hace un gesto para que me acerque. Para mis adentros rio también de satisfacción: he logrado mi objetivo.

—No eres de por aquí.

—No. Nací en Cuba.

—Entonces eres cubano. ¿Qué buscas? Hace años conocí a uno de tus paisanos; fue muy bueno conmigo, me ayudó mucho. Era un hombre grande, moreno. La tenía grande. Ustedes tienen fama de tenerla grande. 

Me asombró su comentario. 

No me canso de mirarla —quizá se imagina que necesito sexo. Y sí que lo estoy. Hace cuatro años llegué a este país, y todavía no he tenido una noche completa follando, como era común en La Habana. Tener sexo en allá era fácil. Uno no es consciente de esa bondad que tiene La Habana.

—No busco nada de lo que me estás brindando. Busco saber algo de ti…

Ahora es la mujer quien se asombra. Me gustaría ser osado, traspasar las barreras que me he impuesto. Ser otro, como a veces hago con la literatura. Me hubiera gustado irme con ella a una habitación de hotel muy económica, besar sus labios llenos de carmín, desnudarla con lentitud, o, mejor, rápido, rompiendo su ropa interior de encaje negro, gastado. Me hubiera gustado ser todo lo que ella espera de un hombre cubano que coquetea en los alrededores de la Plaza del Teatro.

—Te invito a almorzar, un almuerzo de 2.50, y si quieres me puedes contar cualquier cosa, lo que quieras. 

Ella no sabe que contestar.

—¿Tengo cara de hambre? Yo sé buscarme la comida.

—No quiero almorzar solo. Me gustaría mucho hacerlo contigo…

La expresión hacerlo contigo la convence. En esa expresión hay una dosis de construcción, como si fuera necesario la colaboración del cuerpo ajeno. Algunas personas pasan; hacen como si no les interesara vernos conversar. Por un momento tuve miedo que algún conocido llegara a verme hablando con una puta. Le sigo diciendo puta porque me ha confesado que le gusta que le digan así.

Vamos una cuadra más arriba; entramos a un edificio de grandes arcadas. 

—Aquí vengo con frecuencia a almorzar; un lugar donde vienen muchas mujeres de la zona que se dedican a este negocio. También vienen a almorzar los muchachos que se dedican a la promoción de la habitación. Él te entrego el flyer hace una media hora atrás.

—Hay sopa de bolas de verdes. Es mi sopa preferida —dice la mujer con determinación. Ella ya sabe que soy tímido. 

—No tengas miedo. No te va a pasar nada, andas conmigo. 

Por el portal entra un aire frio. Estoy cerca de la entrada por si me toca salir huyendo del lugar. La sopa se enfría rápido por el clima. Ha empezado a llover. El vapor de la sopa más el que sale de nuestras bocas al hablar da un ambiente de penumbras a nuestra conversación. 

—Trabajo todos los días, no tengo días de descanso. Los mejores días son a partir del jueves. Uno se encuentra de todo en este trabajo: estudiantes que quieren experimentar, hombres casados que quieren probar otras cosas, turistas, y los habituales, que siempre están por aquí, o trabajan por esta zona. Tuve una relación con un actor. Me gustó mucho. Salía de sus ensayos y nos veíamos por aquí mismo, pero un poco más arriba. De manera que sus conocidos no lo vieran conmigo. Tengo un niño; también trabaja; tiene siete años; pide dinero en un semáforo por Chimbacalle; trae un perrito. Nos dimos cuenta que traer un perro es un gancho para ablandarle el corazón a la gente, y que así aflojen sus monedas.

La lluvia sigue. Se llenan los huecos; la calle se desborda con facilidad por la inclinación de la pendiente. Miro esa monótona letanía. La mujer podría haber seguido diciéndome cosas. Los dedos de sus manos son gruesos, como si hubiera trabajado la tierra en su juventud. Sus uñas son cuadradas. Trae una marca en el cuello; no la esconde. Creo que se siente orgullosa de esa credencial, por la manera en que estira el cuello. Siento su respiración. Es difícil sentir la respiración de los quiteños. Lo hacen sutilmente, como si no importara el poco oxígeno que hay a los casi tres kilómetros sobre el nivel del mar donde está la ciudad. La primera vez que tuve sexo en Quito pensé que me ahogaba, me faltaba el aire. Fue en una oficina. El contador de una institución; estaba solo, y me escribió invitándome a su despacho. 

Ella me dice que alguna vez fue al teatro, pero que no le gustó nada lo que vio, que le pareció demasiado falso. Que el teatro estaba afuera, que ella sí actúa: 

—Casi todos los días le digo a hombres diferentes: te quiero, me gustas mucho. Ellos no vienen solo por el sexo. Aunque no lo digan, también vienen por un poco de amor. Todos los días me pongo estos zapatos de tacón alto, me pinto los labios y me pongo en esta esquina donde te conocí, al igual que los maniquíes que se ven en las vitrinas de las tiendas. 

Por esta zona se vende mucha lencería; es el lugar apropiado para el comercio de esos artículos. Soy el indocumentado que escribe documentos. Hay una banalización que se ha convertido en vanguardia. Eso a muchos escritores y artistas de por aquí les molesta; a mí me gusta esa tendencia. 

—Todos ustedes creen que yo no sirvo para nada. Los veo llegar cuando hay función. Vienen con sus autos, con sus ropas caras; compran las entradas para el teatro; miran con asco los alrededores, las gentes que viven por aquí. Se creen los cultos, los poderosos, los que sí pueden pagarse una entrada al teatro. Yo los miro, desde esta esquina. Rio de lo tontos que son todos, gastando tanto dinero en un engaño tan ingenuo. Yo sé que el verdadero teatro está aquí afuera.

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