La historia del ganado vacuno en la Florida

    Para José y Guadalupe

    Así que me paro firme en una esquina y empiezo: nunca me olvidaré de la tarde en que no pude comerme entera la pequeña cuña de pastel de almendras que me sirvió Guadalupe Kozer en un platico de postre blanco.

    El mismísimo José Kozer me sugirió que elucubrara esto, después de comentarle que mi columna en El Estornudo solo era irrelevante. Yo quería escribir algo que se titulara Comer y hablara de la comida en Miami, de la comedera específicamente, pero eso será después, otro día, otra semana, porque hoy hablaré del apartamento 1209 en la Torre del Olimpo, y de cómo el taxi Lyft, no Uber, se perdió antes de llegar a recogernos, a mi hijo y a mí, a la casa de los dioses.

    Era domingo y diez, las palabras comulgan si se trata de Kozer, las consonantes y las vocales, los números y las aguas. Unos días antes José me había escrito por Messenger para decirme que hacía tiempo no me veían, ni él ni Guadalupe, y que a ellos les gustaría verme, y hablarme, y conversarme cosas importantísimas que no debía olvidar recordarle, negocios literarios. Poesía, caramba, poesía.

    «Tu poesía es peculiar; y la mía, creo, es muy peculiar». Eso dijo José Kozer en algún minuto de las tres horas que pasamos con ellos refiriéndose a mí primero y a él después. Pero yo no estoy de acuerdo, su poesía no solo es muy peculiar sino que, amparada en el «cansancio» del conocimiento, en el regodeo de un diccionario multiplicado del lenguaje, acapara, aquí y allá, niveles de tensión y comprensión tan inadecuados como imprescindibles.

    Cemí Rodríguez Rodríguez no quiso portarse bien esa tarde, todo lo que quería era arrastrarse por la sala a través de los libreros y meterse en la boca objetos preciados, libros, rueditas, manos de Kozer, uñas de Guadalupe, pie de lámpara, masa de calabaza rellena… y llorar. Mi bebé estuvo inquietísimo, con sueño y picazones en los dientes, acabados de salirle todos, con mucho sueño pero sin dormirse.

    Lo asocio a la idea de que al llegar a ese hogar, templo, iglú, uno no quiere perderse la película, uno no quiere dormirse en la casa de José Kozer.

    Cuando lo conocí en persona, en ese mismo apartamento de Hallandale, José Kozer me regaló sus Partículas en expansión, el libro que le hicieron en Chile a propósito del Premio Neruda. Esta tarde, cinco años después, me regaló En Feldafing, las cornejas, uno de sus libros que más ha marcado mi vida, pues me ayudó a sobrevivir en La Habana durante el año 2012 (me ayudó a pagar el alquiler), después de tomar su nombre como leit motiv para mi cuento Hasta Feldafing no paro, que mereció el Décimo Premio de Cuento Julio Cortázar, otorgándome la venia de mil quinientos euros en un país donde el salario básico es aproximadamente de diez dólares mensuales. Feldafing, ese lugar literario, tendré que visitarlo algún día. Ir ahí y emborracharme una noche, y bailar y saltar, y acordarme de los ojos azules de la pareja Kozer, tan azules como los ojos de mi propio hijo.

    Fui vestida medio elegante: mi hijo y yo, los dos en licra. Mi hijo con unas medias marrones que le combinaban con la camisa, y yo con unos taconcitos marrones que me compré en una tienda de reciclados en el 2016. Al llegar al lobby, antes de ver a los anfitriones, me fijé en que la recepcionista estaba embarazada. Negra como la noche, preciosa y embarazada, hizo que se me aguara la boca. Luego coincidí con Guadalupe en que estar embarazada es un premio, un estado de éxtasis que no me provoca la poesía y sí la graciosa deidad moviéndose, encabritándose, retozando dentro de mí como delfín en piscina.

    José Kozer llegó enseguida y otra vez me di cuenta de lo alto que era. Un hombre así, tan alto, a qué lugar pertenece. El pantalón y el cinto le quedaban, los dos, holgados, y el pulóver aceituna con cuello redondo dejaba entrever los pelos del pecho de José Kozer, unos pelos largos y lacios y canos, dos o tres cerdas de un arco súper pulido: José Kozer se baña con pez rubia.

    A José Kozer le falta poco para llegar a la suma de trece mil poemas. Escribe todo el tiempo sin costarle ningún esfuerzo. La escritura excepcional va y viene sin acabarse. Todos los días escribe como mínimo un poema, a veces dos, tres, cuatro, cinco, ¿seis? Si hay algo ahí es placer y memoria.

    «Yo hago ejercicios de memoria, yo digo de memoria cincuenta especies de pájaros», soltó al aire José Kozer mientras almorzábamos, después de dos horas esperando a ver si mi hijo se calmaba aunque no se calmó.

    Guadalupe y José Kozer tenían hambre el domingo. Habían esperado bastante rato y habían alterado los horarios, la rutina del almuerzo, el ritual de la digestión. Eso no estaba bien. Eso estaba mal y me sentí culpable. Como mínimo pedí disculpas por haberlos hecho esperar, indirectamente, y por el ruido del llanto de un bebé intranquilo.

    Cargué para casa de José Kozer con el algunos títulos míos para regalarle y uno de Soleida Ríos que ella me pidió hace tiempo que le hiciera llegar. Además llevé mis Cartas de Hallandale, publicado por Rialta Ediciones, para que Kozer me lo dedicara o firmara, como él quisiera. Vi con el rabo del ojo mientras lo hacía. El bebé en ese momento estaba encima mío y no me daba chance ni a mirar derecho. Pero atiné a ver la mano moverse, una diestra delgada, huesuda, venosa, llena de uñas muy limpias y levemente largas, como quien ha dejado pasar dos días y se le ha olvidado cortarlas.

    Y uno sabe que con esa misma mano el hombre escribe sus libros, sus fajos infinitos de organismos gramaticales, pluricelulares, extraterritoriales, conyugales, gestacionales, quetzales, su enciclopedia kozeriana de la lengua. Poesía, texto poético exento de borrones, correcciones. Así que a esa mano hay que echarle el ojo, a esa mano hay que rascabuchearla.

    Siempre me han obsesionado las manos y parece que mi hijo heredó ese gusto. Me encanta cuando me muerde los dedos y me los hace trizas y me los ablanda con la saliva. Es un masaje lento que equivale a lo que hace José Kozer con la escritura,  pero en el papel. José Kozer ablanda el papel, lo hace trizas.

    He ido a casa de los Kozer dos o tres veces en toda mi vida, creo que esta es la cuarta vez que los visito. Siempre hay un espacio en la conversación dedicado a Lorenzo García Vega. Por poco lo conozco en el año 2012 porque por poco vengo de visita ese año, pero las sinergias y las energías no se pusieron de acuerdo, el trámite no prosperó, y Lorenzo García Vega se murió a los pocos meses, dejando una obra desconocida en libretas y papelitos que gracias a José Kozer va siendo publicada, leída y examinada.

    El bebé continuó llorando y berreando sobre mí, clavándome su par de pies perfecto en la herida de la cesárea, contrayéndose en mis brazos, encajándome los codos en los senos para demostrarme que tenía sueño, mucho sueño, pero que no se podía dormir. En medio de esa situación embarazosa José Kozer me enseñó una colección de anotaciones escrita a mano por Lorenzo García Vega.

    La cabeza no me daba para emocionarme pero igual me emocioné. Igual le pregunté a José si Lorenzo había sido zurdo. Igual observé la caligrafía ladeada a la izquierda y las formas redondas de las vocales. Igual fijé una palabra que ahora no me viene a la mente y estoy aquí desesperada y me voy a servir un vasito con dos líneas de Flor de Caña antes de ponerme más nerviosa. Igual sonreí cuando el bebé me dio otra patada mientras José Kozer me decía que no, que Lorenzo no era zurdo pero que tenía la letra así, igual que la forma de caminar, inclinada hacia un lado. Letra enorme en hojas lisas. Lorenzo García Vega tenía letra de caballo.

    De hecho, en cada una de mis cuatro visitas, contando esta como la cuarta, ha salido a relucir el poema Wo de José Kozer. Es un poema único y autosuficiente del que una vez alguien nada único y nada autosuficiente me dijo: cualquiera escribe un poema así. Por eso ahora creo preciso copiarlo y subrayarlo y recitarlo en voz alta en la esquina de Madeira Avenue y Ponce de León. Me voy caminando hasta la esquina que he mencionado en chancletas y con el pelo sucio, no me veo sucia sino muy limpia, hoy almorcé huevos pasados por agua, arroz negro y pepino. En esta esquina hay un timbiriche dominicano que vende de todo, incluso comida caliente que incluye huevos fritos. Lo único malo es que sus empleados no son educados y los detergentes líquidos para fregar huelen a huevo podrido. Así que me paro firme en la esquina y empiezo:

    El filósofo Mo Tse enseña: refutarme es como

        tirar huevos a una roca. 

    Se pueden agotar todos los huevos pero la roca

        permanece incólume. 

    El filósofo Wo agota los huevos del mundo contra

        una roca 

    y la conquista.

    Primero, al hacerla memorable.

    Segundo, porque en lo adelante y dada su amarillez

        excesiva 

    quienes acuden a la roca 

    confunden la luna y los caballos. 

    Y tercero, aún más importante: un veredicto actúa

        sobre otro veredicto,

    anula la obsesión de sus palabras.

    Para mí, lectora nerviosa, un poema solo llega a ser valioso cuando deseo leerlo en voz alta a la intemperie en alguna intercepción de la ciudad o del campo. Recitar para peatones y recitar para ganado, y que tanto unos como otros se volteen, dejen de masticar y caminar y conversar y dormir, y no me vean a mí sino al poema. Pero cómo hacer para que el ganado vea un poema y no a una mujer nerviosa, lectora de ganadería. Sencillo: leo un poema de José Kozer, uno que yo pueda leer y no uno que solo pueda leer José Kozer, y el ganado solo ve al poema.

    Ellos mencionaron que las manzanas con las que Guadalupe Kozer había construido la ensalada, obra culinaria de una construcción magnífica, eran orgánicas. Otra metáfora Kozeriana: me da por pensar que sus palabras, también usadas por los demás poetas, son orgánicas como manzanas de Whole Foods, a diferencia de esas mismas palabras en lápiz de los demás poetas. Los fertilizantes y los antibióticos que José Kozer utiliza, si los utiliza, y claro que los utiliza, se reproducen en un vaso de precipitado que tiene su mismo apellido. Sencillo: leo un poema de José Kozer, uno que yo pueda leer y no uno que solo pueda leer José Kozer, y la gente en el timbiriche se voltea y me mira, pero no me ve.

    Ellos mencionaron que Guadalupe, hacía unos días, había descubierto en Whole Foods un tipo de boniato coreano delicioso igual que el boniato blanco de Cuba. Otra metáfora kozeriana: me da por pensar que las palabras castellanas de Cuba que José Kozer utiliza no son en realidad cubanas, pero parecen, como el boniato, deliciosas al gusto y a la vista, llegando a ser más cubanas por la razón de que Kozer ha escrito que lo son.

    Me da por pensar: ¿Cómo puede el lenguaje pertenecer a un lugar si está siendo usado por un hombre demasiado alto y demasiado fuera de lugar?

    Las estructuras del pensamiento poético y de los niveles de pensamiento en la poesía son para José Kozer pan comido. A propósito de pan, había pan en la mesa ese día que los visité, a Guadalupe y a Kozer, un día cercano en el tiempo que puedo recordar sin esforzarme. Pero aquel pan, tostado y sabroso, estaba demasiado duro como para que mi pequeña corona temporal y plástica, en la pieza número treinta, saliera ilesa. Así que no comí pan y tampoco les dije la causa.

    Y tampoco les dije que en la mañana, un rato antes de pedir el taxi, Lyft y no Uber, salí corriendo con el bebé en cochecito a comprarles unos crisantemos blancos, como obsequio para ellos, como agradecimiento por la invitación, pero que se me quedaron, y ya de regreso en la tarde, por haberlos dejado al sol, se marchitaron.

    Muchas cosas se quedaron por decir y por preguntar. Hubo un momento en que pasé a los pasillos interiores de la casa, con el permiso de Guadalupe, para mecer al bebé con el propósito de dormirlo, y me vi en el umbral de la habitación de Kozer, tratando de no mirar, de no ser curiosa. Ahora puedo describir la cama donde duermen José Kozer y la Guadalupe reina que aparece en los poemas, que tostó el pan y horneó las almendras, que cortó con cuchillo afilado la manzana orgánica y la roció con balsámico. Vi la cama y vi la mesa al lado de la cama. Vi la mesa y vi la silla junto a la mesa. Vi la silla y vi el librero frente a la silla. Un librero en el dormitorio, como mi cuarto de alquiler de recién llegada, al que solo pude ponerle una cama, una mesa, una silla y un librero. Puedo describirlo todo de la casa de José y Guadalupe Kozer, pero ese tesoro es hoy solo mío. Y de todas formas, tal vez vi mal.

    Ni siquiera sé, todavía, si el pastel era de almendras o si aquello era un pastel. Sabía a gloria pero no pude comérmelo. En mi recuerdo están las palabras de Guadalupe diciendo: «Fíjate que yo misma lo hice, yo lo hice todo durante dos horas». Es lo que pasa con los escritores, lo hacen todo durante horas y luego viene uno y se lo lee en diez minutos, a veces ni se lo lee, a veces se lee el final «para no pasar trabajo», a veces lo mete en la gaveta de la mesita de sala y de ahí no pasa, o se lo zampa como un tamal, sin poner mucha atención, y un texto no es un tamal.

    Pero el pastel, o tarta, o bizcocho, de Guadalupe Kozer, tampoco era un texto cualquiera, más bien un poema contemporáneo crujiente que uno quiere leerlo y masticarlo. Y yo no pude. Mi hijo empezó a querer irse de aquel modo sostenuto traducido en llanto inacabable. Así que recogí la mochila mecánicamente y nos fuimos, acompañados de Guadalupe, hasta el lobby del edificio, a donde, cinco minutos después, llegaría el taxi.

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