It’s Not the Economy, Stupid!

    En las midterm elections de Estados Unidos el partido que no ocupa la Casa Blanca suele ganar muchos escaños. Fue así en 2018, cuando aquella campaña de Donald Trump en torno a la «caravana invasora» de inmigrantes centroamericanos no consiguió evitar que los republicanos perdieran la mayoría en ambas cámaras, y así ha sido en todas las elecciones de medio término en las últimas décadas, con la excepción de 2002. Se esperaba, el martes 8 de noviembre, una «marea roja», un tsunami de grandes proporciones. Según la mayoría de los analistas políticos, el Partido Republicano —liderado por Trump— iba a tomar el control de la Cámara de Representantes y del Senado, con márgenes de por lo menos 20 y tres escaños, respectivamente. Paralelamente, gobernadores y secretarios de Estado que no habían reconocido la legitimidad de la elección presidencial de 2020 y cuestionaban sin fundamento la transparencia del proceso electoral —los llamados «election deniers»— ganarían en sus respectivos estados y quedarían de tal manera a cargo de las elecciones de 2024…

    Algún que otro pundit contradijo el consenso sobre la inevitabilidad de la «marea roja», señalando que no podía esperarse que, después de un fallo tan crucial como el de la Corte Suprema sobre el aborto (Dobbs v. Jackson Women’s Health Organization), que otorgó a los estados la potestad de legislar en este tema —primera vez en la historia de la República que un derecho constitucional resulta anulado décadas después—, estas elecciones siguieran el patrón dictado por la tradición. No serían unas elecciones al uso porque el país está en un momento excepcional. Pero todas las encuestas indicaban un cómodo triunfo para los republicanos, y entre los sectores «liberales» campeaba el desánimo. Serían, quizás, las últimas elecciones libres en Estados Unidos, porque, después de todo —pensaban los más pesimistas—, el barco ya había chocado con el iceberg en 2016. Favorecido por la inflación —que fue, por cierto, uno de los factores en la caída de la República de Weimar— y por los bajos índices de aprobación del presidente Joseph Biden, el populismo de derechas, momentáneamente contenido en 2020, parecía ahora destinado a una victoria que abocaría los Estados Unidos a una crisis política sin precedentes. 

    Confiados con que contarían con una amplia mayoría, los republicanos habían anunciado impeachments e investigaciones de todo tipo: Joe Biden, Hunter Biden, Alejandro Mayorkas, Merrick Garland, Anthony Fauci, serían las víctimas propiciatorias de los autos de fe. La política-performance que practican los clones de Trump se robaría el show en el Congreso, la facción extremista liderada por Marjorie Taylor Green marcaría la pauta del partido. ¿Qué incentivo tendrían los republicanos para intentar resolver los problemas reales del país, cuando lo que les convendría era justo propiciar una situación tan caótica como la que ellos pintaron en su campaña electoral, creando así las condiciones para el regreso de Trump a la Presidencia en 2024? Movidos por su ambición de poder y no frenados por escrúpulo alguno, los republicanos convertirían el Congreso en un circo, corrompiendo definitivamente la política parlamentaria y subvirtiendo los principios básicos de la democracia, para sentar las bases de un autoritarismo al estilo de Putin u Orban.   

    La «marea roja», sin embargo, no se produjo. Los demócratas ya han asegurado los 50 escaños que tenían en el Senado y es probable que, en el run-off de Georgia dentro de tres semanas, ganen otro. En cuanto a la Cámara de Representantes, los republicanos han alcanzado la mayoría, pero con un margen estrechísimo. Todos los election deniers que buscaban convertirse en chief election officials en sus respectivos estados perdieron, así como la mayoría de los candidatos al Senado que Trump impuso en las primarias y respaldó activamente en la campaña. Los más vociferantes entre los election deniers no solo perdieron, sino que quedaron en ridículo, puesta en evidencia su mala fe: los mismos que decían que era un escándalo que los resultados no se supieran en la noche del día de las elecciones, y planeaban declarar victoria antes de tiempo, tuvieron que quedarse callados porque iban detrás en el conteo. El voto por correo, ¿no decían que era fraudulento, un invento de los demócratas durante la pandemia?

    Trump fue, desde todo punto de vista, el gran perdedor del martes 8 de noviembre. Su marca política —médicos contra la ciencia, periodistas contra la prensa libre, políticos que buscan ser electos cuestionando el sistema electoral, universitarios que demonizan la universidad— fue rechazada, con algunas excepciones, como J.D. Vance, autor del keynote address «The Universities Are the Enemy». Una cosa es conseguir ser invitado a Fox News para propagar mensajes antivacunas, denunciar la supuesta dictadura de la izquierda en la academia y despotricar contra el FBI, y otra convencer a los independents, los votantes que fluctúan entre uno y otro partido. Celebrities como Mehmet Oz, médico que se hizo famoso en el show de Oprah Winfrey, y Herschel Walker, antiguo jugador de football cuyo único mérito es ser amigo personal de Trump, perdieron ante candidatos más cualificados y auténticos. Kari Lake, una presentadora de noticias que, tras hacer donaciones a las campañas de Obama en 2008 y 2012, abandonó la televisión y la moderación para adoptar al pie de la letra el playbook del trumpismo, prometiendo convertirse en la «mayor pesadilla de las fake news» una vez que fuera gobernadora de Arizona, ha sido derrotada en las urnas. El drama prefabricado y la bravuconería barata, que parecía una gran oportunidad para hacer carrera política, se ha llevado un buen batacazo.       

    En lugar de una ofensiva republicana contra los demócratas, denunciados en la campaña como «monstruos» empeñados en destruir la identidad nacional, lo que ha comenzado es, entonces, una guerra intestina en el Partido Republicano. Si bien en el pulso que estableció con el gobierno de Estados Unidos, cuando amenazó con movilizar a sus seguidores en caso de ser encausado por sus crímenes, la debilidad de Trump ha quedado en evidencia, el expresidente aún conserva mucho poder sobre las bases y una parte de las élites del Partido rRpublicano. Con su habitual puerilidad, Trump ha expresado en Truth Social que cuando ganan sus candidatos el mérito es suyo, pero cuando pierden la culpa es de ellos. Aunque sin abandonarla del todo («Wow! They just took the election away from Kari Lake. It’s really bad out there!»), Trump ha moderado un poco esa teoría de la conspiración que llamamos, con propiedad, the Big Lie; anda buscando chivos expiatorios en el establishment republicano. 

    Dirige ahora su estrategia intimidatoria sobre el GOP, como en aquellas primarias de 2016 en que fue noqueando uno por uno a todos sus adversarios con nombretes y declaraciones incendiarias. En un incoherente comunicado amenaza a Ron DeSantis (Florida), claro triunfador del partido en esta ocasión, para que se comprometa públicamente a no postularse a la Presidencia. Y al gobernador de Virginia, otro posible aspirante, lo quiere asociar a China, porque su apellido (Youngkin) supuestamente «suena» chino, lo cual recuerda, desde luego, el necio cratilismo con que Trump y sus seguidores insisten en pronunciar el nombre completo de Barack HUSSEIN Obama. Mientras en los medios conservadores aumentan los llamados a abandonar a Trump, el gran loser deja claro que no se va a ir en silencio; está dispuesto a arrastrar al partido en su caída. De llegar a producirse, la batalla campal entre Trump y esa versión 2.0 de Trump que es el gobernador de Florida será un espectáculo de gladiadores.

    Mitch McConnell y los otros senadores conservadores que pudieron haber neutralizado a Trump en enero de 2021, ahora deben estar lamentando aquel gravísimo error de cálculo. Si   hubieran votado a favor del segundo impeachment, Trump habría quedado inhabilitado para volver a ser candidato a la Presidencia, y casi seguramente hoy el Senado estaría en control de los republicanos. Pero, aunque tras la insurrección parecieron por un momento dispuestos a enfrentársele, McConnell y otros senadores no del todo alineados con el entonces presidente al final recularon, temerosos de su influencia sobre las bases del partido. Con diez votos más a favor, el impeachment habría prosperado, y el Partido Republicano se habría liberado definitivamente de quien ahora se revela nuevamente, tras las derrotas de 2018 y 2020, como un lastre en las urnas. Estas elecciones han demostrado así que el establishment republicano no solo carece de principios sino también de astucia política; los senadores creyeron que podrían usar a Trump para impulsar su agenda —sobre todo en el nombramiento de jueces— sin salir a la postre chamuscados. Pero no se vende el alma al diablo impunemente; hoy el liderazgo de Mitch McConell está siendo cuestionado por el sector radical, pro-MAGA, que encabeza Josh Hawley.

    Biden, en cambio, con todo y sus múltiples gaffes, ha sido vindicado. Quienes decían que había que concentrarse más en la cuestión económica, y que habían sido un error los dos discursos en que el presidente alertó sobre la amenaza a la democracia que representaban los candidatos trumpistas, se equivocaron de medio a medio. La amenaza, que Biden tachó, sin exegeración, de «semifascismo» (no fue Biden quien comparó a Trump con Hitler, sino J.D. Vance, antes de recapacitar y montarse en ese carro) era y sigue siendo real. Así lo percibieron muchos votantes; ello explica el fracaso de los election deniers mientras los republicanos más tradicionales, aquellos que se comprometieron a aceptar el resultado electoral sea este cual fuera, salieron recompensados en las urnas. La invalidación de Roe v. Wade por la Corte Suprema fue, indudablemente, un factor de mucho peso, pero no el único. El trumpismo, que acusa a los liberales vivir en una burbuja, desconectados de los problemas reales de la gente, se nos revela, una vez más, como una enorme burbuja, una cámara de ecos, una fantasía narcisista.

    El error medular de la campaña fue creer que lo que funciona en las primarias republicanas, eso que complace a esa minoría vociferante que conforma la base del trumpismo, puede conectar con la mayoría del electorado, que está mucho más al centro, o a la izquierda, del espectro político. Aparte de la crisis en la frontera, la campaña republicana se basó en tres cuestiones: la inflación, el crimen y las cultural wars, que incluyen la defensa de los llamados parental rights, de los que los conservadores se erigen en campeones frente al supuesto adoctrinamiento en la educación pública, y la denuncia de la llamada cancel culture, de la que los conservadores se presentan, teatralmente, como víctimas. (Fox News se queja una y otra vez de que los conservadores son censurados y cancelados, mientras alardea de tener más audiencia que ningún otro canal de cable. Confunden el estar en minoría con estar sujetos a una dictadura. Y aun ese estatus minoritario en los medios de comunicación es discutible: lo están, indudablemente, en la prensa plana, pero no en la radio. Casi no hay radio talk shows de tendencia liberal, no porque los liberals estén censurados en la radio sino porque ese formato se ajusta más al drama sobreactuado, el tipo de grievance politics que cultiva la derecha, así como los late night shows televisivos y otros programas de corte humorístico sintonizan mejor con el espíritu secular del liberalism norteamericano).      

    En los tres casos la simplificación y la tergiversación fue grotesca, un insulto a la inteligencia de los votantes. Según los republicanos, la inflación es una consecuencia directa de la política de estímulo a la economía de Biden, como si la pandemia de COVID-19 y la guerra de Ucrania no fueran factores en la subida del coste de la gasolina y otros productos básicos, y como si no hubiera inflación, e incluso más que aquí, en otros países con gobiernos —de izquierdas, centro o derechas— que no aplicaron ese tipo de políticas. El aumento en los crímenes violentos a nivel nacional es un hecho, pero las estadísticas indican que esa tendencia ha sido mayor en los estados y, en algunos casos, incluso ciudades, gobernados por los republicanos, donde jamás se ha hablado de «defund the police». Por otro lado, la negativa del Partido Republicano a aprobar leyes que regulen el acceso a armas semiautomáticas, que ni siquiera la policía está autorizada a usar, evidencia que le interesa menos resolver el problema de la criminalidad que usarlo como arma política contra los demócratas. 

    Bien lo dijo Hillary Clinton: «Republicans don’t want to keep you safe, they want to keep you scared». El país que pintaron los candidatos trumpistas era poco menos que Gotham City, un lugar lóbrego y decadente, convertido, por obra y gracia de la gestión «soft on crime» de los demócratas, en un caótico failed state, urgentemente necesitado de un superhéroe salvador. La táctica del miedo fue particularmente risible en las semanas que antecedieron a Halloween: los peligros del fentanilo fueron descubiertos por Fox News en la campaña electoral, y se reciclaron viejas leyendas urbanas sobre caramelos envenenados. Paradójicamente, aquellos que en 2020 decían que no se debía tener miedo a la COVID-19, que había que abandonar el confinamiento y seguir con la vida normal, recomendaron ahora celebrar Halloween en sótanos y grupos pequeños.

    El Partido Demócrata se presentó a las elecciones con un buen número de logros legislativos y decretos presidenciales dirigidos a mejorar la infraestructura, extender el acceso a Internet en áreas rurales, mitigar el cambio climático, aliviar la deuda estudiantil y reducir el costo de algunos medicamentos. El Partido Republicano, en cambio, no ofrece soluciones concretas; desconoce o minimiza peligros reales (como el cambio climático o la pandemia, que no solo ha causado más de un millón de muertos, sino que estuvo dos veces a punto de colapsar la infraestructura de salud) para exagerar o inventar otros (la «invasión» de inmigrantes, la critical race theory). Ni siquiera para el problema de la inflación propusieron un plan, más allá de culpar a Biden: liderado por Trump, el Partido Republicano carece de plataforma programática; fuera de recortar los impuestos para las corporaciones, sembrar dudas sobre el proceso electoral y cuestionar la legitimidad de las agencias gubernamentales, todo se reduce a «own the libs» y culpar a las élites de los males que aquejan al pueblo norteamericano. 

    Recordemos, de nuevo, aquel closing ad de la campaña presidencial de 2016, donde se esbozaba ya el antisemitismo que resurgió en el ecosistema mediático de la derecha hacia el final de esta última campaña: élites globalistas y oscuros intereses financieros representados por George Soros y Hilary Clinton eran los responsables directos de la pérdida de los trabajos vinculados a las manufacturas y los combustibles fósiles. Ahora bien, ya en la Presidencia y controlando su partido ambas cámaras por dos años, ¿qué hizo Trump para revertir la situación? ¿Trajo de vuelta los jobs? ¿Se beneficiaron los agricultores de Iowa de la tariff warcon China? ¿Se produjo un nuevo boom del carbón en West Virginia? A los «forgotten men and women», que reivindicó en su discurso inaugural, Trump no les mejoró las condiciones materiales de vida; muchos siguen viviendo del welfare state, acogidos al SNAP, el Medicare y el Medicaid, programas de ese government que tanto detestan. Les ofreció, en cambio, la satisfacción vicaria de tener a un individuo vulgar e ignorante en la Casa Blanca, y el comfort de culpar a otros —los inmigrantes, los políticos, los expertos, el «deep state»— de su precaria situación. 

    Allí donde Hilary Clinton habló claro, cuando reconoció que los trabajos de la minería del carbón inevitablemente se seguirían perdiendo y había que crear nuevos puestos de trabajo desarrollando las energías renovables, Trump ofreció y continúa ofreciendo una solución simbólica. Sea cierto o no que quienes viven en el llamado fly-over country son mirados por encima del hombro por los liberals de las costas (creo que hay por lo menos tantos prejuicios y estereotipos en esos lugares sobre Nueva York y California, que a la inversa), es un hecho que el avance de lo que se ha dado en llamar wokismo es un golpe a su autoestima colectiva. Si se admite la existencia del white privilege, un negro puede siempre justificar el no haber conseguido el american dream, pero los blancos pobres y sin educación profesional aparecen, desde esa perspectiva, como los verdaderos losers. El trumpismo los libera de esa comprobación, no solo porque niega la existencia del white privilege, sino también porque encuentra un chivo expiatorio, convirtiendo a los habitantes de Middle America en víctimas de una conjura de élites cosmopolitas. West Virginia no mejoró mucho durante su presidencia; sigue siendo un lugar desolado, con altos índices de envejecimiento y pobreza infantil, arrasado por la epidemia de opiodes, pero muchos de sus habitantes, acérrimos seguidores de Trump, tuvieron a alguien que les dijo y les sigue diciendo que son buenos, bellos y amados. 

    El núcleo del trumpismo no es, como el Tea Party de 2010, fiscal conservatism, sino social conservatism. Se trata, eminentemente, de una «guerra cultural», y Trump dejó claro que esa sería su baza para regresar al poder cuando, en su discurso en el CPAC en febrero de 2021 denunció la supuesta «war on women sports» que estaban llevando a cabo los demócratas en algunos estados al admitir atletas transexuales en competencias escolares. La propaganda de la derecha, cuya estrategia consiste en nacionalizar debates locales —como el cambio de nombre de las escuelas de San Francisco hace algunos años— y caricaturizar los más recientes desarrollos del «wokismo», como el reconocimiento a las personas no binarias y transgénero mediante la adopción de pronombres y baños gender-neutral, llegó en este tema a extremos ridículos. En Virginia circuló, por ejemplo, el día de la elección un mensaje de texto que alegaba que Abigail Spanberger (una exagente de la CIA que no tiene nada de radical) «no respeta los derechos de los padres. Spanberger está haciendo campaña con una izquierdista radical que quiere QUITARTE A TUS HIJOS si te niegas a darles peligrosas drogas para cambio de sexo. ¡Protege a los niños de Virginia! ¡Vota hoy contra Abigail Spanberger!».  

    «El Gran Hermano está en marcha. Un plan para para someter a todos los niños a un chequeo de salud mental ha comenzado, y las farmacéuticas se están preparando para más ventas de medicamentos psicotrópicos»,[i] alertaba hace décadas Phyllis Schlafly, que viene a ser la madre —o más bien la abuela, la madre es Sarah Palin— del trumpismo. En su campaña contra el feminismo, Schlafly equiparaba las políticas progresistas de los demócratas con la ideología comunista y, ante la objeción de que los demócratas no tenían recogidas en su plataforma aquellas aberraciones que ella les atribuía, replicaba que había que juzgarlos no por lo que decían y habían hecho, sino por lo que harían. Dos décadas antes, el senador Joseph McCarthy había promovido parecidas teorías conspirativas, asegurando que había comunistas infiltrados en el State Department. Con la mitad de Europa bajo el control de la Unión Soviética, y los Estados Unidos en plena guerra fría, su falsa denuncia sobre la presencia de la «global Red Menace» al interior del federal establishment prosperó durante algunos años, antes de ser derrotada hacia fines de los cincuenta. 

    El trumpismo es el último avatar del Red Scare, una versión aggiornada del macartismo y del activismo paranoide de Schafly, quien todavía en los noventa seguía denunciando al FBI como deep state y al gobierno federal como «Big Brother», y en 2016, poco antes de morir, dio su apoyo a Trump en un rally celebrado en Saint Louis. «Creo que él tiene el coraje y la energía —hay que tener energía para hacer esto— para cambiar las cosas. Hacer lo que las bases quieren que haga porque este es un levantamiento popular. Hemos estado siguiendo a perdedores por tanto tiempo; ahora tenemos alguien que nos conducirá a la victoria»,[ii] afirmó Schafly. He aquí lo que, recordando aquel famoso ensayo de Keneth Burke, podríamos llamar la «retórica de la batalla de Trump». Tras los resultados de 2008 y 2012, se propone un cambio de táctica: era necesario abandonar la moderación porque aquella posición centrista de los candidatos republicanos había conducido a la derrota. 

    Aunque Schafly no lo mencionó, se refería, sobre todo, a John McCain. Más que Hillary Clinton (cuya satanización en los círculos de la derecha comenzó en los noventa), la figura contra la cual el trumpismo se define como movimiento político es McCain. A pesar de todas sus medallas y condecoraciones de guerra, el senador de Arizona pasó rápidamente a convertirse para el movimiento MAGA en el loser por excelencia, arquetipo de lo que se ha dado en llamar RINO (Republican in Name Only). De la campaña presidencial de 2008 perdura aquella escena, en un townhall, en que John McCain rectificó, con amabilidad pero sin medias tintas, a una señora mayor que alegaba que, por ser Obama «un árabe», ella no podía confiar en él. En ese momento comienza el trumpismo. La posibilidad perdida por McCain —haber dicho algo como «alguna gente cree eso, no podemos confiar en él, va a destruir “America”; es un caballo de Troya de la izquierda radical»—, es la que aprovecha Trump, quien no inventó, ciertamente, el birtherismo, pero lo capitalizó para lanzar su carrera política. 

    Apostando todo a la suposición de que McCain, y también Mitt Romney, perdieron justamente por ser demasiado tibios, por no ser suficientemente «nasty», el trumpismo toma el camino contrario, acercándose a los fringes de la derecha: el nacionalismo blanco, las milicias paramilitares, las teorías conspirativas («Él perdió el voto popular con diferencia y ganó la elección. ¡Deberíamos tener una revolución en este país!», dijo Trump en 2012). La propia Sarah Palin, quien ahora ha vuelto a la política como candidata a la Cámara de Representantes, admitió recientemente que la campaña electoral McCain-Palin tuvo algunos «shackles»(grilletes), que le faltaba fuego. Los dos candidatos de Arizona, clones de Trump, enfatizaron su rechazo a McCain.  «No hay ningún republicano de los de McCain aquí, ¿verdad? ¡Váyanse al carajo! —dijo Kari Lake en diciembre de 2021—. Arizona ha parido algunos perdedores”.[iii] Mientras tanto, gente entrevistada en rallies de Trump decía: «Creo que McCain era un traidor, era un RINO».  

    Cartel electoral de Kari Ann Lake, candidata a gobernadora por estado de Arizona / Imagen: Tomada de Facebook
    Cartel electoral de Kari Ann Lake, candidata a gobernadora por estado de Arizona / Imagen: Tomada de Facebook

    La quema en efigie de McCain, su destrucción como figura modélica, es la operación básica del trumpismo, su carta de emancipación de los estándares mínimos de decencia y civismo que hasta entonces había que mantener, al menos en público. No importa que McCain haya sido torturado en una celda de Viet Nam del Norte mientras Trump se escurría del servicio militar con un certificado de espolones calcáreos. O que McCain haya sido desde siempre miembro del Partido Republicano y Trump no. El rebajamiento del héroe a traidor, y la consiguiente trasmutación del cobarde en héroe, son la condición de posibilidad del nuevo radicalismo. «Lock her up!» —esto es, la negación del due process, el llamado a encarcelar a opositores políticos a los que no se les ha probado delito alguno— y «McCain is a traitor», son enunciados consecuentes, si no equivalentes. Para llegar desde «es un hombre decente, un ciudadano, con el cual simplemente discrepo en cuestiones fundamentales» a «los demócratas son monstruos malvados», fue necesaria esa purga dentro del Partido Republicano cuya víctima propiciatoria fue el senador McCain. 

    El abuso de la palabra «traidor» es, como se ve, fundamental en la retórica del movimiento MAGA. Su necesaria contraparte es la cursilería narcisista que caracteriza los tweets de Trump. My «beautiful home» is «currently under siege, raided and occupied», escribió en su comunicado en Truth Social cuando el FBI requisó Mar-a-Lago. Trump no puede prescindir del adjetivo, tiene que decir «mi bella casa». Al comienzo de uno de sus últimos discursos, en referencia a las estrellas emergentes del trumpismo (Kari Lake, Tudor Dixon, Blake Masters, hoy todos derrotados), encontramos parejos adjetivos: greatincredibleunbelievablewonderful. Y estos abundan entre los seguidores de Trump: «Our wonderful president», le llamó el ganador de las primarias del Partido Republicano en Maryland. Como el castrismo (el glorioso e invicto Comandante en Jefe, la ley asesina de ajuste cubano, el bloqueo genocida…), el trumpismo se expresa, enfáticamente, en epítetos. No se trata de simples florituras de lenguaje, sino de las marcas de un maniqueísmo fundamental. Mientras todo se polariza (virtud-vicio, patriotas-traidores), el lenguaje se empobrece. Regresamos al limitado vocabulario de un teenager, al mundo simplificado del cómic, donde las cosas malas (o que son percibidas como tales) nunca ocurren de manera espontánea, accidental o multicausal sino como resultado de un complot.

    Tras afirmar la existencia ubicua de ese ente unificado y antiamericano que es «the radical left», la yihadencabezada por Trump culmina necesariamente equiparando toda política de izquierda o progresista con aquella gran amenaza de los tiempos en que la nación fue, según la nostalgia pasatista de los nuevos conservadores, realmente «great». «Save America. Stop Communism», es el slogan de Marjorie Taylor Green. Esta ecuación entre el wokismo y las diversas tendencias contemporáneas de la izquierda con el comunismo es, desde luego, una falacia, otra teoría de la conspiración. El multiculturalismo, el feminismo, el ambientalismo, la crítica del colonialismo y del legado de la esclavitud, son totalmente ajenos al comunismo. Como lo son los argumentos en favor de la legalización de la marihuana y los psicodélicos, iniciativas del Partido Demócrata que continuaron progresando a nivel estatal en esas últimas elecciones. 

    El comunismo no es una defensa de las minorías ni una forma de identity politics, sino una filosofía de la superación dialéctica de la sociedad de clases. La sociedad burguesa, caracterizada por la división del trabajo y por el fetichismo de las mercancías, ha de transformarse en una comunidad integral no porque la explotación capitalista sea injusta, sino debido al progreso necesario de las fuerzas productivas. El tema fundamental del comunismo, al menos en su versión marxista-leninista, no es la igualdad, sino la perfectibilidad humana. Una vez abolida la propiedad privada, que es para el Marx de los Manuscritos la fuente de la alienación, la humanidad florecerá, dominando completamente la naturaleza y trascendiendo las escisiones de la sociedad burguesa (arte/trabajo, cuerpo/máquina), en ese surgimiento democrático del superhombre que describe Trotsky en las utópicas páginas finales de Literatura y revolución. «Difícil es predecir hasta qué grado del dominio sobre sí mismo llegará en el porvenir, como tampoco es fácil adivinar los niveles de su técnica. La edificación social y la autoeducación psicofísica serán dos aspectos del mismo proceso. Las artes darán a esta evolución su forma óptica. Para decirlo mejor, el proceso de la edificación de la cultura y de la autoeducación del hombre comunista desarrollará hasta el máximum de su fuerza todos los elementos vitales de las artes en la actualidad. El hombre será inconmensurablemente más fuerte, más prudente e inteligente y más refinado. Su cuerpo se hará más armónico, sus movimientos más rítmicos, su voz más musical. El término medio del intelecto humano se elevará hasta el nivel de un Aristóteles, de un Goethe y de un Marx».

    En ese proceso histórico hacia la universalidad, la violencia es, o bien un epifenómeno (en el marxismo clásico, ella es «partera de la historia», mas no la semilla; la historia está ya «preñada» por la contradicción estructural entre el proletariado y la burguesía, clase que ha pasado de ser revolucionaria a obstáculo para el desarrollo de las fuerzas de producción), o, en el marxismo voluntarista de los años sesenta —que debió ajustarse a la constatación histórica de que la revolución no se había producido, como habían previsto Marx y Engels, en los países desarrollados y que la clase obrera había ido perdiendo su potencial revolucionario debido a la reducción de la jornada laboral, el aumento de los salarios y la creación del welfare state—, una fuerza generadora, en tanto tiene la capacidad de forzar o, según la metáfora guevarista, «catalizar» la revolución allí donde las condiciones objetivas no están creadas, funcionado como una suerte de rito de pasaje, una praxis transformadora según la cual campesinos, lumpenproletarios e intelectuales de clase media adquieren «conciencia proletaria», convirtiéndose en «vanguardia» revolucionaria.

    Pues bien, todo eso está ausente del wokismo contemporáneo. «El comunismo es ahora una ideología residual y sus seguidores, grupos y grupúsculos, están en los márgenes de la vida política de las naciones. El comunismo ya no es el enemigo principal de la democracia liberal —de la libertad— sino el populismo, escribió en El País alguien tan poco sospechoso de simpatías comunistas como Mario Vargas Llosa. Así lo reconoció también el propio Francis Fukuyama en su artículo sobre la insurrección del 6 de enero en The New York Times. Ya en de The End of History and the Last Man, que lanzó la célebre tesis de los años noventa según la cual la democracia capitalista liberal era el «fin de la historia» en tanto constituía el sistema social que garantizaba más prosperidad y menos contradicciones internas, Fukuyama advirtió que mucho más peligroso que el comunismo para la estabilidad de las democracias liberales sería la emergencia de demagogos desde la derecha fascistoide, esos «hombres fuertes» que, hoy lo sabemos, se llamaron al cabo Putin, Orban y Trump.

    Ciertamente, el gran peligro para la democracia sigue siendo el populismo de derechas, porque, al escindir la comunidad política entre el pueblo (bueno) y las élites (malas), este convierte a los adversarios en otros, rompiendo el pacto fundacional de la democracia. «A pesar de grandes peligros exteriores, nuestra mayor amenaza sigue siendo la gente asquerosa, siniestra y malvada que hay en nuestro país»,[iv] dijo Trump en su rally de Pennsylvania. Y en el rally de Florida con Marco Rubio, una semana después, llamó a «aplastar a los comunistas». He aquí, de nuevo, la retórica de la batalla de Trump. Al presentar, falsamente, al gobierno de Biden y, en general, del Partido Demócrata, como un régimen comunista o cuasitotalitario, esto es, no como un gobierno sino como un regime, el trumpismo establece un estado de excepción, y la violencia queda legitimada. La polis se convierte en campo de batalla.  

    «When tyranny becomes law, rebellion becomes duty», reza el lema de The Three Percenters, una de las milicias que, junto a los Boogaloo Boys y los Oath Keepers, han encontrado sitio en la coalición MAGA. Lo cual equivale, poco más o menos, que a una guerra de liberación contra el gobierno de Estados Unidos. Una guerra en la cual, siendo el adversario tan poderoso, todo está permitido, incluso una agresión con un martillo a un anciano de 80 años. El brutal ataque a Paul Pelosi, claramente motivado por las teorías conspirativas del trumpismo, las mismas que causaron el asalto al Capitolio, no fue sino un ejemplo más de esa violencia que el movimiento MAGA ha promovido desde 2016. No solo el ataque en sí, sino la manera en que los acólitos del expresidente respondieron al mismo convirtiéndolo en objeto de bromas de mal gusto, minimizando su gravedad, o negando su motivación política para presentarlo como otro crimen más en esta oleada según ellos propiciada por las políticas del Partido Demócrata, contribuyó a revelar, en las semanas previas a estas elecciones, la fea cara del trumpismo, que espantó a muchos votantes descontentos con el aumento de la inmigración ilegal, la lamentable gestión de la vicepresidenta y el estado de la economía.

    El sueño de la razón produce monstruos. Quienes conspiran contra la República se visten de minutemen. Los que reciclan viejas tácticas del fascismo posan como campeones de la democracia. Aquellos que desconocen el due process se presentan como defensores de la Constitución. Supuestos defensores de la libertad admiran a Putin y a Viktor Orban. Autoproclamados patriotas despotrican contra un héroe de guerra mientras rinden culto a quien cobardemente se escabulló del servicio militar. Gente que jamás sería admitida en un club exclusivo como Mar-a-Lago —nada hay más global, más contrario al espíritu aislacionista de «America First», que el dinero— creen que Trump, enfrascado en patriótica lucha contra los «globalistas», es uno de ellos. Los que arguyen que la corrección política es un sentimentalismo tonto que protege a la gente de oír cualquier cosa que pueda resultarles ofensivo, se enganchan a espacios televisivos y virtuales que, aunque no se reconocen como tales, funcionan de hecho como safe spaces, y desertan del debate racional para establecer un vínculo eminentemente emocional, cuasirreligioso, con el líder (en el website del PAC Save America, antes de proceder a hacer una donación, había que responder a la pregunta «Do you love Trump?»).

    Jacob Chansley, el falso chamán de QAnon que lució su estrambótico atuendo durante el asalto al Capitolio, pronunció esta plegaria a Dios el 6 de enero de 2020: «¡Gracias por permitir que los Estados Unidos renazca! ¡Gracias por permitir que nos libremos de los comunistas, los globalistas y los traidores al interior de nuestro gobierno!».[v]  Basta ver las estampas del ataque al Capitolio, la parafernalia de los rallys de MAGA, o el pintoresco website del PAC Save America: el trumpismo es a un tiempo reaccionario y revolucionario, nihilista y creador de sentido, una burda estafa y un estilo profundamente kitsch. Frente a esa extravagancia, el Partido Demócrata representó, en estas elecciones, la opción verdaderamente conservadora. De un lado, el Sturm und Drang, el providencialismo de los yagunzos, el teatro revolucionario, la acción directa, el surrealismo («Me podría parar en medio de la Quinta Avenida y disparar a cualquiera, y no perdería votantes»); del otro, la separación de la política y la estética, la división de poderes, el orden constitucional.

    De ahí la extraordinaria significación de las elecciones recientes, no ya solo para los Estados Unidos sino para el mundo. «El rumbo comunista y marxista del radical Partido Demócrata es una de las mayores razones por las que los estadounidenses se están uniendo a nuestro movimiento», dijo Trump en Florida, pero el resultado ha sido un rotundo desmentido a ese falso diagnóstico: los estadounidenses no se están uniendo al movimiento MAGA; mas no porque se hayan vuelto comunistas, incautas víctimas de un lavado de cerebros llevado a cabo por los medios de comunicación, las escuelas públicas y las series de Netflix, sino porque la amenaza del comunismo es inexistente. En aquella célebre frase del Manifiesto comunista, Marx definió el comunismo como un fantasma que recorría Europa; usaba, obviamente, una metáfora. Hoy, en la propaganda de la derecha radical, la imagen alcanza un sentido literal: ese comunismo es un fantasma porque los fantasmas, fuera de los cuentos de terror, no existen. 

    Donald Trump lanzó oficialmente su candidatura a la Presidente para 2024 tras las elecciones de medio término de 8 de noviembre. / Imagen: YouTube / Noticias Telemundo (captura)
    Donald Trump lanzó oficialmente su candidatura a la Presidente para 2024 tras las elecciones de medio término de 8 de noviembre. / Imagen: YouTube / Noticias Telemundo (captura)

    Si, como alegan Trump y Marco Rubio, «Democrats want to turn America into communist Cuba or socialist Venezuela», ¿por qué no lo han hecho ya, habiendo tenido tiempo de sobra durante los dos términos presidenciales de Clinton y los dos de Obama? ¿Cómo es que no han nacionalizado ninguna empresa, ningún medio de comunicación, cerrado escuelas privadas, ilegalizado partidos, creado organizaciones de masas, implementado pautas sobre el arte y la literatura? La identificación de, por un lado, la plataforma del Partido Demócrata, el liberalism y el wokismo, que, de entrada, aunque conexas son cosas distintas, y, del otro, el castrismo, no es sino otro ejemplo de esa tendencia al pensamiento mágico, irracional, que caracteriza al trumpismo. Señalando correspondencias entre fenómenos totalmente disímiles, este provee, como el propio marxismo-leninismo en la Cuba de los sesenta y los setenta, una Weltanschauung simplista donde todo se reduce a la lucha entre un comunismo-castrismo que avanza (el llamado «marxismo cultural», que es en última instancia una versión moderna del consabido complot judeo-masónico) y una resistencia al mismo que resulta fundamentalmente reactiva, en tanto celebra mecánicamente «lo políticamente incorrecto» y absolutiza de manera insensata el derecho al free speech, cuyos límites han sido reconocidos tanto por la tradición del liberalismo clásico como por la Corte Suprema de los Estados Unidos. (Trump fue expulsado de Twitter por incitar a la violencia, no por decirle fea a Rosie O’Donnell). 

    Ese absurdo paralelo entre el castrismo y el partido demócrata/wokismo/liberalism   oblitera el hecho de que la desgracia de Cuba no es en modo alguno un cautionary tale. Lo es, desde luego, como todos los países donde un partido comunista se eternizó en el poder, en cuanto a las consecuencias nefastas de la abolición de la propiedad privada, la democracia representativa y la libertad de prensa, pero de ninguna manera porque demuestre que las políticas progresistas o socialdemócratas conduzcan necesariamente a la dictadura comunista. Es cierto que en Cuba se pasó de un programa reformista, progresista, a un orden político y económico propiamente socialista, comunista —en su ensayo «What is Castroism?», Theodore Draper define justamente el castrismo como un movimiento que tomó el poder sobre la base de una ideología social-demócrata pero lo consolidó sobre la base de una ideología comunista—, pero también es cierto es que eso fue una anomalía, algo que solo se explica por el contexto histórico nacional, y el internacional de la Guerra Fría. El establecimiento del comunismo en Cuba es un hecho fundamentalmente contingente, coyuntural, una «excepción histórica», para decirlo en los términos de aquel ensayo de Guevara que planteaba justamente la cuestión de la ejemplaridad del caso cubano. Ver ahí una lección de lo que pasará en Estados Unidos si los demócratas ganan el poder es entonces reproducir, así sea en sentido contrario, esa noción fundamental del guevarismo que afirmaba el carácter «vanguardista», precursor, de la Revolución cubana.  

    Aunque en un comienzo esta conectó la isla con el mundo —todos, desde Sartre hasta Sontag, fueron a Cuba para ver cómo era una revolución original, que parecía distinta al modelo burocrático del socialismo soviético—, tras el fracaso de eso que Régis Debray llamó «la larga marcha de América Latina», el intento de exportar el castrismo mediante la guerra de guerrillas, Cuba quedó reducida a satélite de la URSS. Que tras la desintegración de esta el Partido Comunista haya perdurado en el poder sin hacer una significativa apertura a la economía de mercado no es sino otra evidencia de cuánto al castrismo ha exacerbado, al cabo, la insularidad de Cuba. He aquí nuestro laberinto de la soledad, la tragicomedia de «la ínsula distinta en el Cosmos, la ínsula indistinta en el Cosmos». Cuba, que Lezama quería conectar al «orbe que tiene a Roma por centro» y Sartre, en la lejanísima primavera de 1960, descubrió para ese otro catolicismo que ha sido en el siglo XX el marxismo hegeliano, es un ornitorrinco, un insólito animal en peligro de extinción. 

    Los focos, casi sin excepción, fracasaron allí donde se establecieron, en las selvas y montañas de Suramérica; sostener que el foco cubano prosperó en Norteamérica, migrando del campo de batalla al terreno simbólico, del campo al campus, es desconocer o adulterar la naturaleza del guevarismo. Este no sigue la estrategia de Gramsci sino la opuesta: lo primero es tomar el poder, luego crear una cultura revolucionaria, transformar la subjetividad mediante prácticas como las campañas productivas, la preparación militar o la movilización en torno a emergencias nacionales que, en tiempo de paz, reproducen la situación de la guerrilla. Una circunstancia que no es solo el combate cuerpo a cuerpo, el tener que matar y arriesgar la vida, sino lo que Guevara llamaba, en su carta a Ernesto Sábato, «el total del hecho guerrero», esa nueva relación con el mundo exterior —el paso del consumo a la producción, para decirlo rápido— que anuncia ya al «hombre más completo» del futuro comunista. Cuando Guevara afirmaba que «la sociedad en su conjunto debe convertirse en una gigantesca escuela», se refería a esto; la noción de que desde las escuelas, las universidades y los medios de comunicación se pueda producir la revolución mediante el adoctrinamiento es completamente ajena al espíritu y la letra del guevarismo.

    Paradójicamente, esa visión antihistórica, revisionista, paranoica del castrismo como una suerte de virus prácticamente imperecedero —siguiendo la metáfora médica, epidemiológica, de la retórica de Guevara— termina siendo una bizarra vindicación del mismo, en tanto le concede, de manera gratuita, un triunfo que la historia, inapelablemente, le negó. Sobredimensionar, una vez más, en una involuntaria repetición de un gesto típico de los años sesenta, la escasa significación de Cuba en el mundo. El castrismo, el fidelismo y el guevarismo, como ideologías, están muertos (solo sobreviven como pura voluntad de poder); empeñarse en descubrirlos en Estados Unidos en 2022 es otorgarle una vitalidad, y un sentido, que no tienen. Resucitar un fantasma.


    [i] «Big Brother is on the march. A plan to subject all children to mental health screening is underway, and the pharmaceuticals are gearing up for bigger sales of psychotropic drugs».

    [ii] «I think he has the courage and the energy —you know you have to have energy for that job— in order to bring some changes. To do what the grass roots want him to do because this is a grass-roots uprising. We’ve been following the losers for so long —now we’ve got a guy who’s going to lead us to victory».

    [iii] «We don’t have any McCain Republicans in here, do we? All right, get the hell out! “Boy, Arizona has delivered some losers, haven’t they?”».

    [iv] «Despite great outside dangers, our biggest threat remains the sick, sinister and evil people from within our country».

    [v] «Thank you for allowing the United States of America to be reborn. Thank you for allowing us to get rid of the Communists, the globalists and the traitors within our government».

    spot_img

    Newsletter

    Recibe en tu correo nuestro boletín quincenal.

    Te puede interesar

    El Cobre y sus masones

    Cada movilización se recibe como una chispa que la gente enseguida quiere aprovechar para encender de una vez y para siempre el fuego de la libertad. Junto con los gritos de corriente y comida, o cualquier otra cosa básica que escasea, más temprano que tarde, aparece el de libertad. Y una serie de expresiones irreverentes hacia las autoridades. Esta vez, Santiago destacó con una protesta a ritmo de conga que pidió a voz en cuelo «pinga pal presidente».

    De la Matrix a Santiago de Chile

    El autor de estas imágenes es alguien que fotografía...

    «Esta pared es del pueblo, úsela». Ausencia y grafiti en La...

    Mr. Sad lanzó en febrero de 2024 la convocatoria a su exposición personal con la intención explícita de donar su espacio a todos, y eligió como nombre y lema una consigna típica, un lugar común dentro de la retórica postrevolucionaria: «esta pared es del pueblo», poniéndola en crisis justamente por cumplirla y explotarla de manera literal.

    La conga de la protesta en Santiago de Cuba: «No hay...

    Las protestas por la escasez de alimentos y los prolongados apagones se replicaron este lunes 18 de marzo en la provincia de Santiago de Cuba, aun cuando el presidente Miguel Díaz-Canel se apresuró a dar por cerrado el episodio de indignación ciudadana

    Todo el mundo se eriza

    He visto, o más bien escuchado, un video de...

    Apoya nuestro trabajo

    El Estornudo es una revista digital independiente realizada desde Cuba y desde fuera de Cuba. Y es, además, una asociación civil no lucrativa cuyo fin es narrar y pensar —desde los más altos estándares profesionales y una completa independencia intelectual— la realidad de la isla y el hemisferio. Nuestro staff está empeñado en entregar cada día las mejores piezas textuales, fotográficas y audiovisuales, y en establecer un diálogo amplio y complejo con el acontecer. El acceso a todos nuestros contenidos es abierto y gratuito. Agradecemos cualquier forma de apoyo desinteresado a nuestro crecimiento presente y futuro.
    Puedes contribuir a la revista aquí.
    Si tienes críticas y/o sugerencias, escríbenos al correo: [email protected]

    spot_imgspot_img

    Artículos relacionados

    Todos estamos equivocados: burbujas ideológicas y cámaras de eco

    Expertos en encuestas de opinión y campañas políticas coinciden en que las predicciones a nueve meses de una elección son inútiles. Pero es difícil no convencerse de algo cuando prácticamente todos a tu alrededor piensan y dicen lo mismo.

    Votos malgastados y candidatos aguafiestas: los terceros partidos en Estados Unidos

    ¿Hay espacio para los terceros partidos en la política norteamericana? Sí lo hay, pero no de la manera que han actuado hasta el momento, tratando de ganar una elección presidencial, lo cual es poco menos que una ilusión. Esto satisface el ego de sus líderes, pero no alcanza los objetivos del partido y sus seguidores.

    Trump, entre la insurrección y la elección

    Trump perdió Colorado por un 13 por ciento en 2020 y no necesita ganar el estado para obtener la presidencia. Sin embargo, si hablamos de la cuestión anímica en un país amargamente dividido, esta disputa judicial ha venido a caldear aún más los ánimos entre los seguidores y detractores del ex presidente.

    Estados Unidos nunca ha sido una democracia

    El ideal de la democracia directa, un voto por cada ciudadano y por tanto igualdad de representación política, nunca se ha cumplido en Estados Unidos (ni en otras democracias) porque el sistema fue diseñado así a propósito.

    7 COMENTARIOS

    1. Brillante texto. Lectura requerida para los Trumpistas del ya mal llamado exilio, aunque dudo mucho que tengan la presencia de animo y curiosidad intelectual para hacerlo.
      Gracias Diaz Infante.

    DEJA UNA RESPUESTA

    Por favor ingrese su comentario!
    Por favor ingrese su nombre aquí