Amelia es una niña feliz. Lo que más le gusta hacer es jugar. Ella dice que si pudiera jugaría todo el día; incluso la escuela es más atractiva gracias a que tiene buenos amigos, la mayoría del propio barrio, con quienes pasa casi todo el tiempo. Amelia sabe que la vida es dura. Ha visto más de lo que debería ver un niño de 12 años.
Su familia es totalmente disfuncional; lo que bien se llama «un caso social». En la pequeña vivienda comparten habitación su madre, su abuela y sus dos hermanitos: Amanda y Antony, de uno y dos años, respectivamente. En casa el único ingreso es retiro que dejó el abuelo: menos de tres mil pesos cubanos con los que deben sobrevivir cuatro personas.

La madre es lo que conocemos como «una persona con necesidades especiales», para quien el sistema no encuentra un lugar; podría decirse que es una de las tantas víctimas de una sociedad deficiente —desgraciadamente, una realidad en muchos los países del mundo.


El padre vive en la región oriental de Cuba, muy lejos. Apenas hablan por teléfono y, con suerte, lo ha visto unas tres veces en su vida; de vez en cuando se acuerda de ella y le envía 500 pesos, que transfiere a un vecino.


En el solar hay otras tres familias; cada una con los problemas característicos de la marginalidad que habitan. Pared con pared, vive Angelito, quien es alcohólico; su casa siempre está llena de amigos que vienen a compartir una botella para terminar cantando en la madrugada. Las otras dos familias son parecidas a la de Amelia: mujeres con niños pequeños que deben «hacer lo que haga falta» para salir adelante. La relación entre los vecinos no es muy buena; en el pasillo nunca faltan los problemas.

Ella crece deprisa, sin miedos. Es valiente, atrevida; una buena niña, muy cariñosa, y una excelente hermana.


Hace unos días la más pequeña cumplió su primer año; no había mucho con qué celebrar. Los más cercanos contribuyeron con regalitos para que no pasara el día por alto. Amelia vistió a sus hermanos. Se inflaron los globos y se cantó el cumpleaños feliz. Todos reían; disfrutaron tomándose fotos y hasta bailaron.




Ni el refrigerador vacío, ni la humedad en las paredes, ni el techo cayendo a pedazos, ni la mayor pobreza, nada, absolutamente nada pudo robar la alegría de ese momento a los pequeños.

Quizá sientes tristeza tras conocer esta historia. Pero cuando conoces a Amelia, entiendes que no solo es cuestión de dinero; a veces basta con jugar para ser feliz.

(Testimonio y fotografías de Jorge Bonet, con la autorización expresa de familiares responsables de los pequeños).