Cómo Tracy Austin me rompió el corazón 

    Debido a que toda la vida he sido fan acérrimo del tenis en general y de Tracy Austin en particular, casi nunca había tenido tantas ganas de leer unas memorias de deportista como las que tuve de leer Beyond Centex Court: My Story de la señorita Austin, escrito junto con Christine Brennan y publicado por Morrow. Se trata de una clase de libro para el gran mercado —la autobiografía de estrella del deporte escrita con «ayuda» de alguien más— que yo parezco comprar y leer a mansalva, con toda clase de vacilaciones y disimulo y momentos de vergüenza, normalmente poniendo esos libros debajo de algo más intelectual cuando voy a pagar a la caja. Sin embargo, creo que es posible que las memorias de Austin hayan acabado con mi afición por el género. 

    Esto es lo que dice Beyond Center Court sobre el primer set de su final contra Chris Evert en el Open de Estados Unidos de 1979: «Con 2-3 en el marcador, le rompí el servicio a Chris, luego ella me lo rompió a mí, yo se lo volví a romper, así que íbamos 4-4». 

    Y sobre su epifanía después de ganar aquella final: «Inmediatamente supe lo que había hecho, que era ganar el Open de Estados Unidos, y me sentí emocionada». 

    Tracy Austin sobre los rigores psicológicos de la competición profesional: «Todos los atletas profesionales tienen que estar muy bien preparados mentalmente». 

    Tracy Austin sobre sus padres: «Mi padre y mi madre nunca jamás me presionaron». 

    Tracy Austin sobre Martina Navratilova: «Es una persona maravillosa, muy sensible y cariñosa». 

    Sobre Billie Jean King: «También es increíblemente encantadora y complaciente». 

    Sobre Brooke Shields: «Era muy dulce y brillante y no me costó nada hablar con ella desde el principio». 

    Tracy Austin medita sobre la excelencia: «Hay un pequeño extra que algunos estamos dispuestos a dar y otros no. ¿Por qué será? Yo creo que es el desafío de ser el mejor». 

    Ya se hacen ustedes una idea. Mirando el lado bueno, sin embargo, esta autobiografía sobrecogedoramente insulsa tal vez pueda ayudarnos a entender tanto el atractivo como la decepción que parecen ser intrínsecos a las memorias de deportistas para el gran mercado. Pese a ser casi todos invariablemente malos, estos libros tipo «Mi historia» venden cantidades increíbles. Es por eso por lo que hay tantos. Y venden tanto porque las historias de los atletas parecen prometer algo más que las autobiografías normales y corrientes de famosos dejando caer nombres de otros famosos. 

    He aquí una teoría. Los atletas de élite resultan atractivos porque encarnan los logros basados en la comparación que los americanos reverenciamos —son más rápidos, más fuertes— y porque lo hacen de una forma totalmente carente de ambigüedades. Las cuestiones de quién es el mejor fontanero o quién es el mejor contable de gestión son imposibles hasta de definir, mientras que el mejor lanzador suplente en béisbol, el mejor lanzador de tiros libres en baloncesto o la mejor jugadora de tenis femenino están sujetos en todo momento a registros estadísticos públicos. Los atletas de élite nos fascinan porque apelan a nuestras obsesiones gemelas por la superioridad competitiva y los datos fríos. 

    Tracy Austin (1962) / Foto: www.tennisfame.com
    Tracy Austin (1962) / Foto: www.tennisfame.com

    Además, son gente hermosa: Jordan flotando en el aire como una novia de Chagall, Sampras lanzando una volea en un ángulo que desafía a Euclides. Y resultan inspiradores. Los atletas de élite mundial que esculpen excepciones a las leyes de la física poseen una belleza trascendente que hace que Dios se manifieste con forma humana. Así que en realidad tengo más de una teoría. Los grandes atletas son la profundidad en movimiento. Permiten que abstracciones como «poder» y «elegancia» y «control» no solamente se hagan carne, sino también carne de televisión. Ser un atleta de élite en acción es ser ese híbrido exquisito de animal y ángel que los espectadores medios y no hermosos casi nunca conseguimos ver en nosotros mismos. 

    Así que queremos conocerlos, a esos triunfadores físicos superdotados y tenaces. También nosotros, como público, somos tenaces: no nos basta con ver el evento deportivo. Queremos tener una relación íntima con toda esa profundidad. Queremos entrar en ellos; queremos la Historia. Queremos oír historias de orígenes humildes, de precocidad, de constancia sombría, de desánimo, de persistencia, de espíritu de equipo, de sacrificio, de instinto asesino, de linimento y dolor. Queremos saber cómo lo hicieron. ¿Cuántas horas pasaba cada noche Bird de niño en la entrada para coches de su casa practicando lanza- mientos en suspensión bajo reflectores de instalación casera? ¿A qué horas intempestivas se levantaba Bjorn para entrenar por las mañanas? ¿Qué marca exacta de coches empujaban por las calles de Chicago los hermanos Butkus para ejercitarse? ¿A qué tuvieron que renunciar Palmer y Brett y Payton y Evert? Y, por supuesto, también queremos saber qué se siente, por dentro, cuando se es al mismo tiempo hermoso y el mejor («¿Qué se siente al ganar el trofeo más importante?»). ¿Qué combinación de mente en blanco y concentración hace falta para meter la pelota con un tiro corto de golf o un tiro libre de baloncesto, a cambio de miles de dólares y delante de millones de ojos que miran sin pestañear? ¿Qué les pasa por la mente? ¿Acaso esos atletas son gente de verdad? ¿Se parecen aunque sea remotamente a nosotros? ¿Se parece la Agonía de sus Derrotas aunque sea un poco a las pequeñas agonías de nuestras frustraciones cotidianas? Y, por supuesto, ¿qué hay de la Emoción de la Victoria? ¿Cómo se debe de sentir uno al levantar ese dedo que indica «Soy el número uno» y ser capaz de hacerlo de verdad? 

    Yo tengo más o menos la misma edad que Tracy Austin y jugué al tenis de competición en las mismas categorías juveniles que ella, a medio país de distancia y varios niveles por debajo de ella. Cuando todos nos enteramos, en 1977, de que una chica de California que acababa de cumplir catorce años había ganado un torneo profesional en Portland no nos sentimos tan celosos como simplemente pasmados. Ninguno de nosotros podía acercarse siquiera a plantearle problemas a un jugador de dieciocho años de categoría, ya no digamos a adultos del circuito profesional. Empezamos a buscarla ansiosamente en las revistas de tenis y a localizar sus partidos en canales de cable poco conocidos. Medía metro cuarenta y pesaba treinta y nueve kilos. Daba unos golpes infernales a la pelota y nunca fallaba y nunca se quedaba sin aire y llevaba ortodoncia y unas coletas que se balanceaban salvajemente mientras apalizaba a las profesionales. Fue la primera verdadera estrella infantil del tenis femenino, y a finales de los setenta era prodigiosa, hermosa e inspiradora. Su juego tenía una genialidad adulta incongruente, que su risita de niña y su peinado tontorrón hacían todavía más radiante. Recuerdo haber meditado, con toda la intensidad con que se puede a los quince años, sobre las diferencias que nos mantenían a aquella chica y a mí en nuestros lados respectivos de la pantalla de televisión. Ella era un genio y yo no. ¿Cómo debía de sentirse? Yo tenía preguntas muy importantes que hacerle. Me moría de ganas por oír su versión. 

    Tracy Austin (1962) en la portada de Sports Illustrated / Foto: sicovers.com
    Tracy Austin (1962) en la portada de Sports Illustrated / Foto: sicovers.com

    Así pues, esto es lo que quería decir sobre el atractivo de estas memorias de deportistas orientadas al gran mercado: debido a que los atletas de élite son profundos, debido a que pueden hacer que cierto tipo de genialidad se vuelva todo lo carnalmente discernible que puede ser, estas invitaciones escritas por otro a entrar en sus vidas y en sus cabezas resultan terriblemente seductoras para los compradores de libros. De forma explícita o no, las memorias nos prometen algo: dejarnos penetrar en el misterio indefinible de lo que convierte a algunas personas en genios, en semidioses, compartir con nosotros el secreto y de esa forma revelar la diferencia entre nosotros y ellos y borrarla, borrar un poco esa diferencia… darnos la (queremos, esperamos, solamente una, la narración maestra, la clave) Historia.

    Por muy seductoras que sean sus promesas, sin embargo, esas autobiografías casi nunca valen la pena. Y Beyond Centex Court: My Story es especialmente malo. El libro no fracasa tanto porque esté mal escrito (que lo está: no sé cuál se supone que era la función de mejora de la escritora Brennan, pero cuesta de ver cómo la propia Austin podría haber hecho algo peor que doscientas páginas muertas de «El tenis me llevó como si fuera una alfombra mágica a toda clase de sitios y a toda clase de gente», solamente animadas por espantos del tipo «Las lesiones —el signo del resto de mi carrera— estaban a punto de adueñarse de mí»), sino porque comete el que todo estudiante universitario de segundo año sabe que es el crimen capital de la prosa expositiva: se olvida de a quién se supone que va dirigido. 

    Como es obvio, la lealtad principal de unas buenas memorias comerciales tiene que ser hacia el lector, la persona que está invirtiendo su dinero y su tiempo para acceder a la conciencia de alguien a quien desea conocer y a quien nunca conocerá. Pero Beyond Center Court carece de lealtad hacia el lector. La principal filiación de la autora parece ser para con su familia y amigos. Se dedican páginas enteras a soporíferos tributos estilo gala de los Oscar a padres, hermanos y hermanas, entrenadores, preparadores físicos y agentes, además de pequeños farfúlleos elogiosos a básicamente todos los deportistas y gente famosa que Austin ha conocido en su vida. En particular, la narración que lleva a cabo de su carrera (extremada y trascendentalmente interesante) en el tenis de competición se pierde en digresiones de simpatía y cariño hacia todos y cada uno de los oponentes a quienes se enfrenta. Ejemplo típico: en la tercera ronda del torneo de Wimbledon se enfrentó a la americana Barbara Potter, de quien se nos dice que «es una bellísima persona. Barbara fue muy amable conmigo durante mis lesiones, me mandaba libros, se mantenía en contacto y me llamaba para ver cómo me iban las cosas. Barbara era con diferencia una de las personas más listas del circuito; me he enterado de que ahora está yendo a la universidad, que es algo que requiere mucho valor para una mujer de nuestra edad. Conociendo a Barbara, estoy segura de que está trabajando más duro que todos sus compañeros». 

    Pero también hay una extraña lealtad y un gusto por los mismos tópicos con que los fans de los deportes tejemos el velo de mito y misterio que estas memorias de deportistas prometen abrir para nosotros. Es casi como si Tracy Austin hubiera estructurado sus propias ideas acerca de su vida y su carrera de acuerdo con las fórmulas de la biografía genérica de deportista. Tenemos a la madre sensible que adora a su hija, al padre bondadoso, a los hermanos y hermanas traviesos que tratan a Tracy como si fuera una niña normal y corriente. Tenemos a la heroína ingenua cuya inocencia es erosionada por la experiencia y trascendida mediante las puras agallas; tenemos al entrenador huraño pero provisto de buen corazón y a las veteranas fríamente escépticas que acaban por aceptar a la heroína. Tenemos a la rival malvada y traicionera (Pam Shriver, que recibe la única mención no empalagosa del libro). Hasta tenemos las raíces humildes que son requisito de todos los mitos. Austin, cuyo padre es científico y trabaja para una corporación y cuya madre es una de esas señoras esbeltas y morenas que parecen pasarse el día entero en las pistas de tenis del club de campo, intenta presentar su infancia en la población pija de Rolling Hills Estates, California, como una época de pobreza: «Teníamos que ser frugales de todas las maneras imaginables […] reducíamos los gastos bebiendo leche en polvo […] no comíamos beicon más que en Navidad». No parece que nada de todo esto tenga visos de realidad, hasta que nos damos cuenta de que la clase de realidad que la autora ha elegido no es solamente irreal sino anti-real. 

    De hecho, aunque su tono de comunicado de prensa y su estructura de mito genérico dejan muy poco espacio para la revelación, es la falta de pericia de la narradora lo que nos permite los escasos vislumbres de algo parecido a una vida real y con facetas. Es decir, que el alivio a las lealtades desencaminadas del libro solo se puede encontrar en aquellos lugares donde la autora parece traicionarlas sin darse cuenta. Por ejemplo, afirma, en repetidas ocasiones y con fervor casi gertrudiano, que su madre «no la obligó» a meterse en el tenis a los tres años de edad, pero al parecer a Tracy Austin no se le ha ocurrido nunca que una niña de tres años ni siquiera es lo bastante consciente de sus opciones como para necesitar que la obliguen. Hablamos de la hija de una mujer que se pasó la tarde anterior al nacimiento de Tracy lanzándoles pelotas de tenis a sus otros cuatro hijos, tres de los cuales también terminaron siendo jugadores profesionales de tenis. Muchos de los recuerdos acerca de la señora Austin parecen casi vieneses por su grado de represión —«Mi madre siempre se aseguró de que me comportaba bien en la pista, pero es que yo nunca me planteé portarme mal»—, y algunos de los detalles que Austin elige para poner de manifiesto «lo poco intensa que fue realmente mi formación tenística» son directamente espeluznantes: 

    La gente cree que todos los jugadores jóvenes de tenis son muy obsesivos, pero en mi caso no fue cierto. Hasta los catorce años nunca jugué a tenis en lunes […] Mi madre se aseguraba de que yo nunca fuera a la pista siete días seguidos. Ella no iba al club los lunes, así que nosotros tampoco íbamos nunca.

    Tracy Austin (1962) levanta el trofeo del US Open de 1979 / Foto:Stephen Szurlej/TENNIS Magazine (Tomada: www.usopen.org)
    Tracy Austin (1962) levanta el trofeo del US Open de 1979 / Foto:Stephen Szurlej/TENNIS Magazine (Tomada: www.usopen.org)

    Y la cosa se vuelve aún más rara. En un momento posterior de la sección que el libro dedica a su infancia, Austin habla de la «maravillosa amistad» que tuvo con un hombre de su club de campo que «me organizaba […] partidos contra rivales de años posteriores que no sabían nada de mí, y que […] les ganó mucho dinero a sus amigos», y el tipo, como muestra de amistad, «me regaló un collar con un colgante en forma de T. La T tenía catorce diamantes». Parece ser que en aquel momento ella tenía diez años. Según lo que la ya adulta Austin explica de esa relación en el libro: «El hombre era un abogado criminalista muy rico. Con todos los regalos que me hacía, hizo que me sintiera especial». Vaya individuo. Y se refiere a su empleo defacto en lo que técnicamente se conoce como proxenetismo deportivo con estas palabras: «Era una diversión sana». 

    En la sección siguiente, Austin recuerda un torneo profesional en 1978 en Japón en el que no tenía muchas ganas de participar: 

    Estaba muy lejos de casa y yo estaba cansada de la paliza de los viajes. No paraban de ofrecerme más y más dinero en concepto de honorarios por asistir —más de cien mil dólares— pero yo les dije que no. Por fin, me ofrecieron llevar en avión a toda mi familia. Y lo hicieron. Fuimos y gané con facilidad. 

    Además de hacer gala de un extraño sentido de las finanzas (¿no quería ir por más de cien mil dólares pero sí quería si añadían unos dos mil más en concepto de billetes de avión?), aquí Tracy Austin parece no darse cuenta del hecho de que, a finales de los setenta, cualquier jugador que aceptara un pago garantizado solo por participar en un torneo estaba violando una norma fundamental del circuito. La explicación es que las asociaciones de jugadores de ambos sexos han declarado ilegales estos pagos porque amenazan tanto la integridad real del tenis profesional como la imagen de la misma. Un torneo que ha pagado una garantía cuantiosa a un jugador estrella —que lo quiere en el sorteo porque su celebridad va a hacer aumentar la venta de entradas, el patrocinio de empresas, los ingresos televisivos, etcétera— tiene a partir de entonces un interés obvio en que el jugador sobreviva en el torneo, y por tanto tiene un interés igualmente obvio en evitar que le cause problemas algún jugador menos conocido durante las primeras rondas, lo cual, como los árbitros y jueces de línea están a sueldo del torneo, puede provocar arbitrajes turbios. Y ha pasado. Cosas mucho más extrañas se han visto que el hecho de que un jugador estelar reciba un número sospechoso de fallos favorables del juez de línea… aunque parece que Tracy Austin nunca ha oído hablar de nada semejante. 

    La ingenuidad que despliega a lo largo de sus memorias es doblemente desconcertante. Por un lado, en esta narradora hay pocos signos de nada parecido a la actividad del lóbulo frontal del cerebro que se requiere para el engaño abierto. Por otro lado, la ignorancia por parte de Austin de las realidades más sórdidas de su deporte parece literalmente increíble. Ejemplos al azar. Cuando ve a una jugadora dejarse ganar un partido en un torneo de 1988 a fin de sacar tiempo para una lucrativa aparición en un anuncio de la tele, Tracy «no lo podía creer […] Nunca había jugado contra nadie que tirara el partido, así que tardé un set y medio en darme cuenta de lo que estaba pasando». Y esto a pesar de que dejarse ganar había sido declarado públicamente y por todos los medios como una consecuencia funesta del ascenso meteórico de los honorarios de promoción y exhibición por lo menos durante los once años que Austin llevaba en el tenis profesional. O bien, en relación con las drogas, aunque en la década de 1980 no solamente se habían reconocido los problemas del tenis profesional con todas las sustancias salvo la heroína y la cocaína sino que se había escrito mucho sobre los mismos,[1] Austin consigue provocar tanto la burla como la piedad en el lector con pronunciamientos del tipo: «Yo supongo que había jugadoras que experimentaban con marihuana y que ciertamente bebían alcohol, pero no sé quiénes ni dónde ni cuándo. A mí no me invitaban a aquellas fiestas, si es que existían. Y me alegro mucho». Etcétera, etcétera. 

    En última instancia, sin embargo, lo que hace que Beyond Center Court sea tan especialmente decepcionante es que podría haber sido mucho más que unas memorias de deportista del montón de esas de «Nací para jugar». Tanto la vida de Tracy Austin como su trayectoria son casi materia de tragedia clásica. Fue la primera de las ahora omnipresentes nínfulas prodigio del tenis, y su ascenso fue meteórico. Sacada del anonimato cuando era una niña pequeña por el gurú de la formación Vic Braden, Austin salió en portada de la revista World Tennis a los cuatro años. Jugó su primer torneo juvenil a los siete años, y a los diez ya se había proclamado campeona nacional en la categoría de hasta doce años, tanto en pista cubierta como al aire libre, y la invitaban a jugar torneos públicos de exhibición. A los trece había ganado títulos nacionales en la mayoría de los grupos de edad juveniles, había sido reclutada como profesional por la liga World Team Tennis y había aparecido en portada de Sports Illustrated con el eslogan «Ha nacido una estrella». A los 14, después de vapulear hasta a la última jugadora femenina de la categoría juvenil de Estados Unidos, entró en las rondas preliminares de su primer torneo profesional y consiguió no solo pasar las rondas clasificatorias sino ganar el torneo: una gesta más o menos equiparable a que alguien que no tuviera la edad para sacarse el carnet de conducir ganara las quinientas millas de Indianápolis. Jugó el torneo de Wimbledon a los catorce años, se hizo profesional en primero de bachillerato, ganó el Open de Estados Unidos a los 16 y se convirtió en número uno del ranking mundial con solo diecisiete años, en 1980. Aquel fue el mismo año en que el cuerpo le empezó a fallar por todas partes. Se pasó los cuatro años siguientes prácticamente lisiada por las lesiones y extraños accidentes, jugando de forma esporádica y viendo cómo su puesto en el ranking descendía en picado, y a todos los efectos prácticos se retiró del tenis a los 21 años. En 1989, su único intento serio de regresar al tenis terminó de camino al Open de Estados Unidos, donde un conductor que se había pasado el límite de velocidad se saltó un semáforo en rojo y estuvo a punto de matarla. Ahora, mientras esto se escribe, se dedica profesionalmente a ser exestrella del deporte, lleva clínicas de famosos para empresas patrocinadoras y hace tristes espacios breves de comentarios coloristas para alguno de los mismos canales de cable donde yo la vi jugar por primera vez. 

    Lo que resulta casi griego de la trayectoria de su carrera es que la virtud más llamativa de Tracy Austin, un perfeccionismo incansable y adicto al trabajo que se combinó con el talento en estado puro para convertirla en un éxito tan prodigioso, resultó ser también su ruina. Siempre fue, aun después de la pubertad, una persona diminuta, y su régimen obsesivo de entrenamientos y su esfuerzo infatigable en todos y cada uno de sus partidos empezaron a pasarle factura causándole lo que los médicos deportivos saben hoy día que no son más que simples consecuencias de la hipertrofia y el desgaste crónico: esguinces del ligamento de la corva y del flexor de la cadera, ciática, escoliosis, tendinitis, fracturas por sobrecarga, fascitis plantar. Y, por si fuera poco, como la desgracia clásicamente engendra más desgracia, resulta que era propensa a los accidentes extraños: entrenadores que se caen encima de ella mientras están patinando sobre hielo y le rompen el tobillo, quiroprácticos psicóticos que le desconyuntan la columna, camareros que la salpican con agua hirviendo, conductores daltónicos que se saltan el límite de velocidad en la JFK Parkway. 

    Una autobiografía exitosa de Tracy Austin, por tanto, podría habernos permitido a los simples fontaneros y contables algo más que el simple acceso al genio no cuestionado de una niña prodigio del deporte o a su ascenso ultraveloz a la cima de una jerarquía unívoca y matemáticamente calculada. Un libro así podría habernos ayudado a aceptar el lado oscuro del mito deportivo. Lo único que Tracy Austin supo hacer alguna vez, su arte —lo que los griegos expertos en tragedias habrían llamado su techné, ese estado en que el dominio que tenía Austin de su oficio facilitaba su comunión con los mismos dioses—, le fue arrebatado a una edad en la que la mayoría de nosotros todavía estamos empezando a pensar en serio en comprometernos con alguna meta. Unas memorias así podrían haber tratado tanto sobre la seductora inmortalidad del éxito competitivo como de la menos seductora pero mucho más significativa fragilidad y naturaleza efímera de todos los eventos competitivos en los que los humanos mortales buscan la inmortalidad. La historia de Austin, puesto que la difícil situación de una esforzada niña prodigio del deporte que ya está acabada a los veintiún años no difiere más que en una cuestión de grado de la de un esforzado contable y padre de familia que muere a los sesenta y dos, podría haber sido profunda. El libro, puesto que tenerlo todo a los diecisiete años y luego perderlo todo a los 21 por razones que no puedes controlar viene a ser como la muerte salvo por el hecho de que después tienes que seguir viviendo, podría haber sido realmente inspirador. Y el texto de la solapa del libro promete exactamente eso: «La inspiradora historia de la larga lucha de Tracy Austin por encontrar una vida más allá del tenis oficial». 

    Pero la solapa del libro miente, porque resulta que en la sobrecubierta del libro solo se usa el término inspirador en su acepción de tópico publicitario, un término básicamente equivalente a conmovedor positivo o hasta (que Dios me perdone) triunfante. Como todos los buenos tópicos publicitarios, consigue sugerirlo todo y no significar nada. Cuando se usa de forma honorable, inspirar quiere decir, según el señor American Heritage, «animar la mente o las emociones de uno; comunicar mediante influencia divina». Lo cual equivale a decir que inspirador, cuando se usa de forma honorable, describe exactamente aquello en lo que se convierte un gran deportista cuando está en la pista jugando, compartiendo esa divinidad particular para la que ha recibido la vida, dejando que la gente contemple ejemplos concretos y transitorios de una gracia que para la mayoría de nosotros casi siempre es abstracta e inmanente. 

    Por muy trascendentes que fueran los logros públicos de Tracy Austin en la pista, su autobiografía no se acerca ni por un momento a honrar la promesa que hace su solapa de ser «inspiradora». Porque olvídense de lo de divino: en sus páginas ni siquiera hay nada que podamos reconocer como humano. Y no es solamente por culpa de la prosa torpe o la estructura luxada. El libro está muerto porque no comunica ningún sentimiento real y por lo tanto no nos transmite ninguna impresión de una persona consciente. No hay nadie al otro lado de la línea. Todos los momentos o acontecimientos o giros emocionalmente significativos son transmitidos o bien en un staccato de ordenador o bien en un lenguaje estandarizado de relaciones públicas cuya única función es (piensen en ello) amortiguar los sentimientos. Vean, por ejemplo, cómo narra Austin el momento en que acababa de derrotar a una adulta de categoría mundial para ganar su primer torneo profesional: 

    Fue un partido duro y yo simplemente aguanté más que ella. Ya me estaba empezando a ganar cierta reputación en ese sentido. Cuando uno juega desde el fondo de la pista, la persistencia lo es todo. El dinero que ganaba la que quedara primera eran veintiocho mil dólares.[2] 

    Tracy Austin (1962) se enfrentó a Chris Evert en la final del US Open 1979 / Foto: Walter Looss Jr./Sports Illustrated (Vía: www.insider.com)
    Tracy Austin (1962) se enfrentó a Chris Evert en la final del US Open 1979 / Foto: Walter Looss Jr./Sports Illustrated (Vía: www.insider.com)

    O comprueben la descripción que hace el libro del climax trágico de su carrera. Después de trabajar durante cinco años para preparar su regreso y luego, mientras iba literalmente de camino al Centro Nacional de Tenis de Flushing Meadows, recibir el impacto lateral de una furgoneta que le destrozó la pierna por pura mala suerte, Tracy Austin vio acabada para siempre su carrera como atleta de categoría mundial y obligada a pasar semanas enteras acostada en tracción y pensando en el final de la única vida que había conocido. En Beyond Center Court, la reacción de Austin a esto en forma de prosa inspiradora consiste en citar a Leo Buscaglia e informarnos del hecho de que así ella descubrió que le entusiasmaba ir de compras, y luego darnos una atroz lista que ocupa un capítulo entero de toda la gente famosa que ha conocido. 

    Por supuesto, ni Austin ni su libro son casos aislados. Es difícil no ver que ese mismo aire de banalidad robótica impregna no solamente el género de las memorias de deportista, sino también los rituales mediáticos en los que a los atletas de élite les piden que describan el contenido o el significado de su techné. Pongan ustedes cualquier entrevista televisiva después de una competición: «Kenny, ¿cómo te has sentido al atrapar por los pelos de forma tan sensacional esa bola que os ha dado el partido cuando ya no quedaba nada de tiempo, y quiero decir cero segundos de tiempo?». «Bueno, Frank, me he sentido muy contento. Me he sentido muy feliz y también contento. Todos hemos trabajado mucho y hemos llegado muy lejos como equipo y siempre produce buenas sensaciones poder aportar lo tuyo», «Mark, has conseguido home-runs las ocho últimas veces que has bateado y ahora vas líder de las dos ligas en carreras impulsadas. ¿Algún comentario?», «Bueno, Bob, yo miro siempre el lanzamiento que tengo delante. He estado concentrándome en las cosas básicas, ya sabes, y en tratar de aportar mi granito de arena, y todos sabemos que tenemos que mirar el partido que tenemos delante y estar ahí y no mirar más allá y limitarnos a hacerlo siempre lo mejor que podamos». Estas cosas resultan pasmosas, y sin embargo parecen ser inevitables, tal vez casi hasta necesarias. Los mismos barítonos con sus blazers de las cadenas de televisión continúan apareciendo después de los partidos y pidiéndoles a esos genios físicos que suelten esas mismas sartas permutatorias de tópicos muertos, sartas que al cabo de un tiempo empiezan a sonar como una extraña canción de cuna, y que por supuesto ninguna cadena solicitaría y emitiría una vez detrás de otra si no hubiera un público grande y serio ahí fuera a quien esas banalidades le parecen correctas y adecuadas. Como si la vacuidad de las descripciones que hacen esos atletas de sus sentimientos confirmara algo que necesitamos creer. 

    Muy bien, ahí va entonces el meollo obvio de la cuestión: los grandes atletas suelen resultar pasmosamente incapaces de hablar sobre esas cualidades y experiencias que constituyen lo fascinante de sí mismos. Para mí, sin embargo, la pregunta más importante es por qué esto resulta siempre tan amargamente decepcionante. Y por qué́ sigo comprando esas memorias de deportistas con unas expectativas que mi propia experiencia con el género hace tiempo que tendría que haber modificado… y por qué́ casi siempre me siento frustrado y cabreado cuando las termino. Una posible respuesta, por supuesto, es que las autobiografías comerciales como esta prometen algo que no pueden cumplir: acceso personal y verbal a una modalidad intrínsecamente pública y preformativa de genialidad. El problema de esta respuesta es que yo y el resto del mercado americano del libro no somos tan tontos: si solo fuera una cuestión de promesas imposibles, al cabo de un tiempo nos acabaríamos dando cuenta, y a las editoriales dejaría de resultarles rentable sacar estas autobiografías como churros. 

    Tal vez lo que nos hace seguir comprándolas a pesar de la decepción constante es cierta compulsión profunda tanto a experimentar la genialidad en forma concreta como a universalizar la genialidad de forma abstracta. La genialidad verdadera e indisputable es tan imposible de definir, y la techné verdadera tan pocas veces visible, que tal vez esperamos de forma automática que las personas que son atletas geniales sean también oradores y escritores geniales, que sean elocuentes, perceptivos, sinceros y profundos. Si lo que ocurre únicamente es que esperamos de forma ingenua que los genios del movimiento también sean genios de la reflexión, entonces el hecho de que no lo sean no debería parecemos en absoluto más cruel ni más decepcionante que la mandíbula de cristal de Kant o la incapacidad de Eliot para batear un lanzamiento curvo. 

    Por mi parte, sin embargo, creo que hay algo más profundo, y más temible, que hace que mi esperanza siga yendo un paso por delante de mi experiencia pasada mientras me encamino a la caja registradora de la librería. Me sigue resultando muy difícil reconciliar la insulsez de la mente narrativa de Austin, por un lado, con los extraordinarios poderes mentales que hacen falta en el tenis de alta competición, por el otro. Cualquiera que se trague la idea de que los grandes atletas son tontos tendría que echar un vistazo de cerca a un manual de jugadas de la NFL, o al diagrama que hace un entrenador de baloncesto de una defensa en zona 3-2… o una grabación de archivo de la señorita Tracy Austin lanzando la pelota una y otra vez a la esquina de una pista de tenis, a una velocidad imparable y desde una distancia de veinticuatro metros, con cantidades enormes de dinero en juego y multitudes tremendas mirando cómo lo hace. ¿Alguna vez han intentado concentrarse en hacer algo difícil con una multitud de gente mirando? O peor, con una multitud de espectadores que expresan en voz alta su esperanza de que falles para que su favorito te pueda ganar. En los partidos de bajo nivel que yo disputé como juvenil, ante públicos que casi nunca alcanzaban las tres cifras, yo estaba que apenas me podía controlar el esfínter. Me volvía loco a mí mismo: «…Pero ¿y si ahora hago una doble falta y dejo que el otro me rompa el servicio con toda esta gente mirando…? No pienses en ello… Sí, pero es que si estoy no pensando en ello de forma consciente, entonces, ¿acaso una parte de mí no tiene que pensar en ello a fin de que yo recuerde qué es lo que se supone que no tengo que pensar…? Cállate, deja de pensar en ello y sirve la maldita pelota… pero ¿cómo puedo estar hablando conmigo mismo sobre no pensar en ello a menos que siga siendo consciente de qué es eso en lo que no estoy pensando?», etcétera. Me quedaba dividido, paralizado. Como les pasa a la mayoría de los deportistas mediocres. Quedarse paralizado y sin aire. Perder la concentración. Quedarse cohibido. Dejar de estar plenamente presentes en nuestras voluntades y decisiones y movimientos. 

    No es accidental que a los grandes deportistas a menudo se les llame «natos», porque son capaces, cuando están practicando su deporte, de estar totalmente presentes: son capaces de obedecer a sus instintos y a su memoria muscular y a su voluntad autónoma de tal forma que agente y acción sean una sola cosa. Los grandes atletas pueden hacer esto aun estando —y en el caso de los grandes de verdad como Borg y Bird y Nicklaus y Jordan y Austin, sobre todo cuando están— bajo una presión y un escrutinio sobrecogedores. Pueden soportar fuerzas de distracción que romperían por la mitad una mente propensa al miedo a sentirse cohibida. 

    El verdadero secreto que hay detrás de la genialidad de los deportistas de élite, por tanto, puede ser tan esotérico y obvio y tedioso y profundo como el mismo silencio. La respuesta verdadera y cubierta de muchos velos a la pregunta de qué es lo que le pasa por la mente a un gran jugador mientras está en el centro de una multitud hostil y orienta la dirección del tiro libre que va a decidir el partido podría ser muy bien: nada de nada. 

    ¿Cómo pueden los grandes atletas hacer callar esa voz del yo tan parecida a la voz de Yago? ¿Cómo pueden dejar de lado la cabeza y limitarse a actuar de forma soberbia? ¿Cómo pueden, en el momento crítico, invocar para sí mismos un tópico tan trillado como «Mirar la pelota que tienes delante» o «Tengo que concentrarme en esto», y pensarlo en serio, y encima hacerlo? Tal vez sea porque, en el caso de los atletas de élite, los tópicos no se presentan como algo trillado sino meramente como algo verdadero, o tal vez ni siquiera como expresiones declarativas provistas de cualidades como la profundidad o el hecho de ser trillados o la falsedad o la verdad, sino como simples imperativos que pueden ser útiles o no, y que, si lo son, deben ser invocados y obedecidos y no hay más que hablar. 

    ¿Y si, cuando Tracy Austin escribe que después de su accidente de tráfico en 1989, «Acepté enseguida que no podía hacer nada al respecto», la declaración no es solo cierta sino que describe deforma exhaustiva todo el proceso de aceptación por el que pasó? ¿Acaso una persona es estúpida o banal solamente porque sea capaz de decirse a sí misma que no puede hacer nada al respecto de algo malo, así que lo mejor será que lo acepte, y por tanto va y se limita a aceptarlo sin más conflicto interior? ¿O bien esa persona es tal vez alguien con una sabiduría y profundidad natas, y está iluminada de esa forma infantil en que lo están ciertos santos y monjes? 

    Ese es, para mí, el verdadero misterio: la cuestión de si una persona así es idiota o mística o ambas cosas o ninguna. Lo único que parece seguro es que una persona así no produce muy buenas memorias escritas. Este dato frío y empírico puede ser la mejor forma de explicar por qué́ la historia real de Tracy Austin puede ser tan fascinante e importante y la versión que ella misma escribe nunca llega a cobrar vida. También, al empezar a abordar las diferencias de comunicabilidad entre pensar y hacer y entre hacer y ser, puede dar la clave de por qué las autobiografías de deportistas de élite resultan al mismo tiempo tan seductoras y tan decepcionantes para los que las leemos. Como suele suceder con la verdad, hay una cruel paradoja de por medio. Es posible que los espectadores, que no gozamos de un don divino para el deporte, seamos los únicos capaces de ver, articular y animar la experiencia de ese don que nos está negado. Y que aquellos que reciben y ejecutan el don de la genialidad atlética deban por fuerza ser ciegos y mudos acerca del mismo: y no porque la ceguera y el mutismo sean el precio que pagar por el don, sino porque son su esencia. 

    1994 

    *Tomado del libro Hablemos de langostas (Consider the Lobster, en el original anglosajón) [Mondadori, Barcelona, 2001], recopilación de ensayos de David Foster Wallace. Antes se publicó en Philadelphia Enquirer.


    [1] El libro Short Circuit (Atheneum, 1983), del reportero de Associated Press Michael Meshaw, no es más que un ejemplo de algo que salió publicado en todo el país sobre las drogas en el circuito del tenis. 

    [2] O escuchen otra vez el informe de cómo se sintió al ganar su primer Open de Estados Unidos: «Inmediatamente supe lo que había hecho, que era ganar el Open de Estados Unidos, y me sentí emocionada». No me puedo quitar esta frase de la cabeza; es como la decepción entera del libro comprimida en forma de un solo fragmento muerto. 

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