Cuando lo vi por primera vez aun no tenía nada parecido a un nombre y descansaba junto a otros gallos en un terreno de yerba. A veces levantaba la cabeza, miraba hacia los lados y después volvía a concentrarse en arañar la tierra y engullir semillas y alguna que otra alimaña. Leo, su dueño, le había atado una de las patas a una estaca y lo observaba de lejos mientras le preparaba su comida especial: un poco de arroz, huevo hervido y un trocito de carne cruda, todo amasado y moldeado en forma esférica.
Habían pasado ya unos meses desde que Leo le recortara a su gallo la cresta, las orejas y la barba. También le desplumó las patas y el vientre para que se moviera más rápido y el calor no lo sofocara.
–Ningún boxeador lucha con un abrigo puesto –me dijo.
El animal era, para quien conoce de estas cosas, bello. Sus muslos desprotegidos se veían fibrosos y su plumaje negro y café reflejaba como metal pulido el sol del mediodía.
Su padre fue un gran luchador, un maestro del suspense, de los que dominan la dramaturgia del combate y atacan con gracia mortal en el momento preciso. Ganó siete peleas consecutivas, pero en la última, cerca de dar muerte a su contrario, perdió el ojo derecho de un espolonazo y sufrió algunas estocadas graves. Leo lo curó y no se arriesgó a enfrentarlo más. El viejo gallo tuerto pagó con sus victorias el retiro más digno al que puede aspirar un campeón malherido: vivir en paz y aparearse. Así fue hasta que una mañana apareció con el cuerpo destrozado, de seguro por gatos callejeros.
–Un gallo rudo tiene hijos rudos, pero la agresividad la da la gallina. Su madre era una gallina muy violenta. No había macho que la preñara porque ella se batía de tú a tú con cualquiera. El padre de este tuvo que ponerse duro para someterla, y cuando eso pasa salen pollos campeones. ¡Olvídate de eso! Él es el más fuerte de sus hermanos, el que mejor aguanta los entrenamientos –dijo Leo y le lanzó la bolita de comida–. Él es un cruzado, o sea, que su padre era “pavo” y su madre “criolla”. Los criollos tiran mucho con las espuelas ¡tácata, tácata! Y son muy certeros. Los pavos tiran bastante, aunque no tanto como los criollos, pero son muy fuertes y tienen tremendo aguante físico. También están los “argentinos”, que son más fuertes que los “pavos” y siempre tratan de dar cabezazos y cansar al otro hasta que, al final, atacan.
Leo entrena a su gallo veinte minutos por semana con la disciplina de un atleta olímpico. Primero lo pone a correr, lo cual garantiza velocidad y resistencia física. Luego lo coloca en una valla pequeña para que corra nuevamente, provocando embistes rápidos y constantes mediante un señuelo, que siempre es otro gallo.
Los topes también forman parte de la rutina de ejercicios, peleas cortas con otros gallos finos descartados como futuros campeones y que llaman topones. Los topones, para evitar los imprevistos del azar, luchan en total desventaja, con los picos amarrados y las espuelas recortadas. Cierta vez, el cruzado de Leo mató a un topón que resultó ser su hermano, pero donde no hay conciencia no hay culpa y el fratricidio no es un pecado en el reino de los animales. Solo existe el instinto de preservar la especie, la ley salvaje del más fuerte, una especie de crimen darwiniano instigado por el hombre.
–Tengo fe en él. Mañana se va a hacer campeón –dijo Leo y lo cargó, sujetándole por el vientre con una mano y acariciándole las plumas con la otra. El animal aceptó las caricias sin oponer resistencia. Sus movimientos eran tan torpes, como los de cualquier ave cuya vida se resume en escarbar la tierra, y no agresivos, como se esperaría de un gladiador.
–¿Tiene nombre? –pregunté.
–Si tuviera uno significa que me encariñé con él y estos gallos no son para encariñarse. Ellos nacen para pelear y en cualquier momento te los matan. Así que no, los gallos finos no tienen nombre.
Leo
Tiene 28 años y defiende a capa y espada que las lidias de gallos son una tradición latinoamericana, o eso cree haber leído hace diez años en una revista dominicana que le prestó un amigo. Ahí vio fotos a color de varias razas de gallos finos, de los piensos especiales con que los alimentan, de coliseos abarrotados de hombres del campo captados en un instante de éxtasis colectivo. Su amigo, uno de esos campesinos veteranos acogidos por la ciudad que se traen en el morral todas sus costumbres, le prestó otras revistas y así, lectura tras lectura, se fue interesando por ese mundo. Leo considera que ser gallero no es un hobby, sino un trabajo más que comparte con su labor de albañil.
Con unas tablas y unas rejillas de alambre se hizo de un pollero que instaló en el patio de la casa. Le regalaron después un gallo, y ahí arrancaron los primeros entrenamientos. En las tardes ociosas de los fines de semana aprendía, entre viejos guajiros y botellas de ron, los trucos de la cría, y también a captar las trampas. Pero lo que más le gustaba era oír los cuentos.
–Después de pelear, lo que más le gusta a los galleros es hablar de gallos. Yo recuerdo que a mí me hablaban de un viejo que era como una leyenda, como un crack en estas cosas. Decían que sus gallos eran los mejores y que los entrenaba a su manera –dice–. Cada criador tiene su librito, pero el viejo ese no le prestaba el suyo a nadie. Él tenía un pollo muy famoso, uno blanco desgreñado, feo y con las plumas sin pelar que se quedó ciego en su primera echada, pero así, cegato, ganó 18 más. Yo conocí a ese tipo la primera vez que fui a una valla clandestina. No hablamos ni nada, pero lo vi y de verdad que era muy viejito, así, tranquilo, de esa gente que no se comunica con nadie, pero todo el mundo habla de él. Yo no quiero ser albañil ni un carajo. Me conformo con ser como él, que hablen de mí así, como una leyenda.
Ya con más experiencia y algunas victorias en las peleas clandestinas, Leo decidió asociarse a la finca Alcona, una entidad autofinanciada perteneciente a la Empresa Nacional de Flora y Fauna, donde rige el nonagenario Comandante del Ejército Rebelde, Guillermo García Frías. Ubicada en las proximidades del poblado habanero de Managua, en Alcona se fomenta la cría de gallos de lidia para la exportación, casi siempre destinados a personas naturales de República Dominicana y México.
Los asociados deben entregar a Alcona unos cuatro o cinco gallos anuales ya crecidos y entrenados para la pelea. La entidad, en teoría, facilita vitaminas y atención médica a los animales de los galleros, “pero siempre dicen que no hay, que no tienen nada, y el criador tiene que resolver por su cuenta”. Si un gallo logra venderse, la finca cobra entre 200 y 300 dólares, de los cuales cerca de 400 pesos moneda nacional corresponden al criador.
Pese a las desventajas, Leo recorre media Habana para ir a Alcona, sobre todo los días 10 de octubre, que es cuando celebran allí la Fiesta del Pollo y llegan camiones de todas las provincias cargados de guajiros con sus gallos listos para pelear. La valla de la finca es inmensa, mucho más grande que cualquiera de las clandestinas, pero un buen asiento en las gradas puede salir bastante caro. Como sea, Leo cree que la Fiesta del Pollo es uno de los mejores momentos del año. Se siente, dice, como en el Coliseo romano.
El Código Penal sanciona en su Artículo 291.1 los juegos ilícitos, no el maltrato animal, por lo que el feudo del Comandante García Frías funciona al amparo de la ley. En su interior las lidias de gallos adquieren una connotación vagamente romántica como tradición cultural del pueblo. Las apuestas están prohibidas y el combate sirve solo de exhibición, para que los compradores extranjeros valoren la bravura de los especímenes cubanos. No es sitio para el bullicio desorbitante de las lidias ilegales, donde la gente estalla de emoción y grita agitando fajos de billetes.
–Pero se juega al dinero en grande, de a miles, todo bien calladito y personal para que no te boten –me explica Leo.
Él quiere a los gallos a su manera. Criarlos y entrenarlos, dice, forma un vínculo muy fuerte entre el hombre y el animal. Cuando el gallo pelea, Leo pelea. En el terreno hay más que dinero y tiempo invertidos. Está su honra y su reputación, que, asegura, va in crescendo.
El viaje
A las diez de la mañana del día siguiente nos pusimos en marcha para llegar temprano a la valla. El gallo, envuelto en un saco agujereado bajo el brazo de Leo, apenas se movía. Tomamos un ómnibus que nos dejó en un inmenso hierbazal atravesado por una calle estrecha y solitaria, y allí esperamos por algún camión que nos adelantara el segundo tramo del camino.
–Esa valla no es un buen lugar, es de medio palo, se pelea poco. En las buenas de verdad echan 40 o 50 gallos y se te va la tarde en eso. Pero aquí no, aquí haces dinero si puedes, peleas lo que llevas, y ya.
Según Leo, tuvimos suerte. Media hora después de llegar, un camión pequeño nos adelantó por dos pesos hasta otro tramo de calle desolado, donde únicamente figuraba un cartel que advertía de la proximidad de una unidad militar. Nos internamos por un sendero de yerba alta y terminamos en unos matorrales. Detrás, como ocultas, destacaban unas pequeñas chozas de madera rodeadas de sábanas recién tendidas y perros famélicos jugueteando en el polvo.
–Mi vieja ¿me puede decir dónde está la valla? –preguntó Leo a una mujer cercana a los setenta años que observaba en silencio desde el umbral de su casa.
No dijo nada.
–La valla, la valla de gallos. ¿Por dónde queda? –repitió Leo, y la vieja nos repasó con la vista, de arriba abajo, como un escáner.
Después de un rato nos indicó que era en el segundo desvío del sendero hacia la izquierda.
–La gente se pone fula para estas cosas porque la policía se tira facilito facilito –me aclaró–. Al que no le ven pinta de gallero le dan curva y lo pierden, o le dicen que por aquí no hay ninguna valla. Todo eso está cuadrao,
La vieja todavía nos seguía con la vista. Esta era la segunda vez que Leo visitaba la valla. La primera había sido dos semanas atrás, pero entonces solo quería tantear el terreno y valorar el nivel de la competencia. Normalmente iba a la valla de Los Malucos, regida por una numerosa familia de muy mala reputación y dedicada a todo tipo de juegos ilícitos.
Las vallas abren una o dos veces por semana, casi siempre los domingos, y se montan en lugares difíciles e intrincados, donde se supone que si hay gallos deben ser jíbaros. Aunque siempre hay quien prefiere ocultarlas en plena ciudad. De tanto en tanto algunas vallas son descubiertas a través de aparatosos operativos policiales. Irrumpen de la nada algunas patrullas y todo el que puede escapa corriendo hasta que le den las piernas. A los galleros que atrapan los multan con mil pesos y les decomisan los animales. Los dueños de las vallas pueden ser apresados, castigados con multas mayores, o ambas; todo es cuestión de suerte. El cierre de la redada suele ser una gran pira en medio del monte, donde el recinto se consume hasta quedar en cenizas.
– Lo triste de todo eso es que son los dueños de las vallas los que se echan pa alante. Si uno se entera de que otro está dando mejor show y le está robando al público, le tira a la policía. Este mundo es así, cochino. Pero qué negocio no tiene sus cochinadas, ¿verdad?
Al poco rato de haber tomado el desvío indicado por la señora, Leo se detuvo.
–Creo que me perdí. Yo no puedo creer que la vieja esa nos haya cogido pa’ sus cosas –dijo muy serio.
Dos semanas antes había tomado por otro camino, pero un amigo suyo le aconsejó este como atajo. Después de examinar el terreno concluyó que nada le parecía familiar. Resopló, lanzó maldiciones al aire. Estábamos en medio de un pastizal alto y seco que ocultaba peligrosos baches y piedras. No había sombra bajo la cual guarecerse y la piel de Leo comenzaba a hervir bajo su enguatada ya húmeda de sudor y pegada al cuerpo. El gallo, también víctima del calor, comenzó a sacudirse dentro del saco.
Tras unos minutos de andar sin rumbo escuchamos un sonido vago y lejano, parecido a un cantar de gallos mezclado con música. Nos guiamos de oído hasta llegar a un tramo que mi compañero reconoció por un Lada azul destrozado y hundido en la maleza. Según Leo, había sido robado para quitarle las piezas y venderlas. Puede que tuviera razón. El auto apenas conservaba la carrocería oxidada, llena de abolladuras.
Un bosquecito se alzaba al final de la planicie. De más allá de los árboles llegaron más altos los persistentes cantos de los gallos y la voz alegre de Juan Gabriel.
–¿Tú sabes lo que de verdad significa que algo está al cantío de un gallo? –me dijo entre risas.
La valla
Sentado en una rudimentaria silla de madera, un muchacho interrumpía el paso al descampado donde se ubicaba la valla. Cada domingo su vida asume la callada rutina de agarrar billetes, hacer cálculos sencillos, entregar billetes más chicos que guarda en su riñonera y echarse a un lado. Muy escasas veces, y solo ante los visitantes primerizos, rompe su silencio y dice: “Son 30 pesos”.
En las vallas grandes, “las de verdad”, como las llama Leo, el precio de entrada puede llegar a los 80 o 100 pesos. Los que llevan un gallo encima pasan gratis, pero esta exclusividad ha despertado la astucia de algunos que se aparecen con topones y gallos cualquieras que jamás echarían a pelear. Como sea, al muchacho de la entrada las peleas le importan poco. Solo le interesan los 150 pesos que el dueño del lugar le paga en cuanto termina la jornada.
En el centro del lugar se alzaba el ring de lucha, un círculo sobre los cinco metros de diámetro con el suelo cubierto de aserrín. Su perímetro estaba delimitado por una especie de cerca baja forrada con tela de saco verde. El techo eran unos cuantos palos gruesos cruzados, sostenidos por otros tantos que les servían de columnas, y un relleno de pencas de palma que el viento había mermado. Alrededor de la cerca, unas largas tablas hacían de bancos.
En total había unas 80 personas. Algunos bebían sentados en los bancos, otros, de pie, se cerraban en grupos pequeños y hablaban y fumaban. Pese a encontrarnos al aire libre, y sentir a menudo el paso de las brisas secas del campo, el ambiente se cargaba de un olor a tabaco barato tan nauseabundo como familiar. Sonaban grupos mariachis alternados con canciones de Marco Antonio Solís, música mexicana toda, curiosamente exitosa en las zonas rurales cubanas. Por su parte, los galleros se habían amontonado en los límites entre el páramo y el bosque que lo circundaba. Allí estaba Leo, alardeando con viejos guajiros de las habilidades de su animal.
–Vamos a tomar algo –me dijo, y caminamos hasta dos mesitas escolares unidas que servían de tarima, a cuatro pasos de la valla. Compramos una botella de agua y una caneca de ron. También ofertaban refrescos, cervezas, cigarrillos y pan con lechón, todo al doble de su valor en los establecimientos estatales.
Para vender comida y bebidas en una valla clandestina, basta contar con la confianza del dueño o llegar muy bien recomendado. Después se pacta una comisión por el permiso de venta. Ahí se fija el sobreprecio de los productos.
–Yo tengo un socio que vende tamales y me está cayendo atrás para que le ponga el contacto aquí, pero esta es mi segunda vez y todavía no conozco bien al dueño. Yo le dije que dejara eso porque cuando la policía se tira va directo pa arriba de los vendedores y se la aplican. Si ahora viniera una patrulla, tú y yo nos mandamos a correr, pero ese tipo, el que vende, se jodió porque no va a poder cargar con todas sus cosas.
La música se detuvo y en cuestión de segundos todos los presentes se concentraron alrededor de un viejo ataviado con guayabera y espejuelos. El hombre anotaba en un papel los nombres y números que la gente le gritaba.
–No te fijes nunca si un gallo es bonito o feo. Mírale a los ojos, y si tiene cara de malo, así, como con odio, apuéstale a ese –me dijo Leo y se encaminó al viejo con unos pocos billetes en la mano.
–¡Voy 20 monedas al amarillo! ¡Pon ahí que Leo va 20 monedas al amarillo!
–¿Monedas? –le pregunté.
–Sí, una moneda son 5 pesos. Gano en dependencia de cuánta gente le vaya a cada cual. Si gana el que dije, debo echarme unos 300 o 350 pesos, no sé. Las apuestas son ricas, tienen su cosa. Por ejemplo, hay vallas donde al dueño del gallo que más rápido mató en el día le dan un premio, como un bonus. Pero aquí no hacen eso.
El dueño de la valla, un mulato gordo con un frondoso mostacho sobre los labios, mandó a callar los gritos.
–Escúchenme bien –dijo–, lo de la semana pasada no puede volver a suceder. Tomen, pero contrólense, que este lugar es para que peleen los gallos, no las personas. ¿Está claro?
La respuesta del público fue un “sí” perezoso y disonante.
El domingo anterior aquel hombre había tenido que intervenir machete en mano para detener una riña entre dos borrachos que no pasó de cuatro ofensas y pocos golpes. En las lidias clandestinas de mayor nivel los dueños contratan tipos musculosos y de mala fama como personal de seguridad. Mientras más antecedentes penales acumulen, mejor. Incluso un muerto en el historial delictivo sería lo óptimo. El solo hecho de ver a estos “guardias”, según Leo, te quita hasta las ganas de hablar.
Entonces la primera pelea comenzó. Un gallo amarillento soportaba estoicamente los embistes infructuosos de otro de plumaje azul oscuro. Picotazos, espolonazos. Nada. Todo igual. La gente gritaba, como dándole ánimo a los peleadores.
“¡Levántate, pinga, levántate!”, vociferó Leo, encaramado en el perímetro de la valla. Parecía furioso, aunque puede que solo estuviera exaltado. El gallo amarillo no parecía poder abandonar su posición defensiva. El rival lo atosigaba. Cabezazos, saltos acrobáticos con las plumas erizadas y amenazadoras espuelas vueltas hacia adelante, hechas para desgarrar la carne.
El combate se extendió por unos minutos sin variación alguna. El show se había convertido en una tortuosa espera de la muerte del gallo amarillo. Sin embargo, poco a poco el gallo azul comenzó a dar evidentes signos de cansancio. Sus arremetidas se hicieron cada vez más lentas y esporádicas. Ya solo se limitaba a los picotazos.
“¡Ahora métele, MÉTELE!”, gritó Leo a todo pulmón y el gallo amarillo, como siguiendo la orden, alzó su postura y pasó al ataque. Con tres rápidos tiros su contrario, ya débil, hizo ademanes de huir, pero la fuga fue inútil. En cuanto intentó alejarse, el amarillo cayó de un salto sobre él y le clavó una de sus espuelas en la cabeza, dejándolo tirado en el suelo y sufriendo lo que parecían pequeñas convulsiones.
Resonaron a la par carcajadas y gruñidos. Los espectadores se disgregaron como las aves de rapiña cuando terminan su cena y en cada rincón podía vérseles compartiendo doctas observaciones del combate, recreándolo con gestos nada parecidos a los movimientos ágiles de un gallo fino, alabando al campeón, maldiciendo al perdedor.
–Es muy difícil que se recupere. Puede que lo logre, pero lo normal es que se muera o que se quede así y no sirva para nada –me explicó Leo con ánimo triunfador.
Mientras, atado a una mata, su gallo escarbaba la tierra, ajeno a lo que sobrevendría.
La pelea
Desde una semana antes, Leo planeaba el debut exitoso de su gallo en el ring, pero había temor en su optimismo. “El entrenamiento define aunque esto, al final, es al azar”, me decía.
Al final, la llegada más o menos rápida del camioncito en la carretera, el desenlace inesperado del último combate y los 400 pesos ganados en la apuesta le convencieron de que aquel era su día de suerte. En tres tragos bajó un tercio del ron de la caneca y el calor del aguardiente paseándole por la garganta lo obligó a sacudir el cuerpo.
–Aaaaáh, vamos, me dijo, voy a echar al gallo.
Desamarró la pata del animal y lo llevó hasta una balanza improvisada, a un costado del ring. El gallo fue colocado en una especie de faja mientras un hombre colocaba las pesitas de hierro al otro extremo y anotaba con tiza en un pequeño pizarrón: “Leo – 3.9lb”.
–Solo puedo casar a mi pollo con el del Jabao –susurró.
Abstraído, miraba el resto de los nombres anotados en la pizarra.
–Bueno, pa’l carajo. Contra ese será.
La pelea fue anunciada. Cada dueño agarró a su ave y se mostraron las espuelas que iban a usar. Cuatro espinas curvas y puntiagudas de carey, todas iguales.
El Jabao no parecía mayor que Leo y ambos gozaban de una reputación similar, por lo que muchos auguraban un combate reñido, sin un favorito por el cual decantarse. No está asociado a Alcona, pero el Jabao visita con frecuencia la finca. Su fama, me dijo Leo, no se ha labrado tanto por la calidad de sus gallos, sino por la eficacia de sus ejercicios. Rara vez decide criar gallos propios porque el patio de su casa es demasiado pequeño como para hacerse de un buen pollero. Sin embargo, muchos galleros le confían el entrenamiento de sus animales. Si estos ganan, el Jabao se queda con una parte del dinero, además de lo que pueda conseguir en las apuestas.
Injertar las espuelas artificiales es un ejercicio paranoico. Cada gallero está siempre pendiente de que su contrario no le “dé gato”, es decir, no haga trampa. Los engaños más comunes en las lidias son los envenenamientos de las espuelas con cloruro de succinilcolina, un poderoso anestésico y paralizante muscular. Las dosis deben ser moderadas, suficientemente diluidas en agua como para evitar que el rival caiga petrificado al primer rasguño.
–Si alguien descubre “el gato” se jode la lidia y la cosa se resuelve a trompones y puñaladas. Por eso hay que estar a la viva con esta gente. Son todos unos mañosos –dijo Leo con el gallo sobre sus muslos.
Con algo de trabajo sacó de sus bolsillos un carrete de hilo blanco, un rollo de papel estrujado y una navaja suiza. Cortó las espuelas naturales del ave hasta convertirlas en protuberancias callosas de superficie plana. Sobre ellas ató las espuelas de carey con el hilo y después abrió el rollo de papel. Dentro estaba “la pega”, una resina color café con forma de vela. Leo derritió la resina con una fosforera y moldeó con los dedos su viscosidad alrededor del hilo. El animal no dio señas de molestias ni dolor. Se mantuvo calmado, como si no le hubiesen arrancado una parte de su cuerpo ni vertido una pasta ardiente.
– Dime ¿a cuál le irías? –soltó Leo de repente.
–No sé –le contesté.
–Mírales a los ojos, mira cuál tiene cara de malo y dime.
El gallo del Jabao era fácilmente diferenciable de los demás por su lomo y vientre desplumados. Su expresión era dura, impenetrable, como la del púgil que a escasos segundos del primer round piensa en moler al rival. El gallo de Leo parecía algo torpe y simplón, con la mirada perdida, un gallo cualquiera que solo sabe cantar en las mañanas.
–Bueno, por fin, ¿a cuál le vas? –insistió.
–En serio, no sé.
Leo y el Jabao entraron al ring, cada uno con su ave. Alrededor, el público dictaba sus apuestas.
“Preséntenlos”, ordenó el dueño de la valla y los galleros acercaron las cabezas de sus animales, que se descargaron unos furiosos primeros picotazos. La algarabía aumentó. Entre los gritos sobresalían los agudos de dos mujeres eufóricas cercanas al ring, cada una agitando una botella de cerveza. Los gallos fueron lanzados al suelo mientras Leo y el Jabao tomaban distancia.
El combate fue cosa de un minuto…
El Jabao agarró a su animal, lanzó algunas palabrotas al aire y se apartó de la valla. La cabeza del perdedor colgaba de sus manos como un péndulo.
–¿Se los dije o no se los dije? El mío es un fula, pinga. ¡El mío es un campeón! –le gritó Leo a quienes se acercaron para felicitarlo.
Sujetaba al gallo con una mano. Lo pegaba a su pecho y, mientras hablaba, le acariciaba con un dedo la cresta recortada.
–Te estás encariñando con el gallo –le dije.
–¡No, hombre, no! Ya te dije que el gallo fino ni pa’ comer sirve. Es pa’ echarlo a fajar y ya.
–¿Y no le vas a poner nombre?
Leo alzó al gallo a la altura de la frente. Lo observó por un rato hasta que el animal volvió a reposar junto a su pecho.
–Mira, no le voy a poner nombre. Pero si le fuera a poner uno, sería… Espartaco.
Que asco de pais
Me encantó la historia. Felicidades al autor!!!
[…] nadie, nunca, publicado en Hypermedia Magazine; y las crónicas La revolución de los acuáticos y Los gallos finos no tienen nombres, difundidas en El Estornudo. […]
[…] Eventualmente, una ley de protección animal no solo desafiaría el abandono indiscriminado, sino que propiciaría mejores estructuras para el cuidado, la atención de salud y, en general, la convivencia sostenible con los animales. Asimismo, de acuerdo con algunos activistas, prohibiría o regularía taxativamente prácticas como las peleas de perros y la tradicional lidia de gallos. […]
[…] Una ley de protección animal no solo desafiaría el abandono indiscriminado, sino que también propiciaría mejores estructuras para el cuidado, la atención de salud y, en general, la convivencia sostenible con los animales. Asimismo, de acuerdo con algunos activistas, prohibiría o regularía taxativamente prácticas como las peleas de perros y la tradicional lidia de gallos. […]
[…] maltrato y violencia hacia estas y otras especies, la ausencia de una legislación que prohíba las lidias de gallos y perros, todo ello viola la política establecida por la OIE en sus directrices para el bienestar de los […]