Adrianne Miller bien que podría pasar por estadounidense en toda la extensión de la palabra: habla con un ligero acento sureño, hincha por los Pittsburgh Steelers desde los tiempos de Terry Bradshaw, es socia de un club de lectura y sigue con entusiasmo, semana tras semana, los casos de True Blood. Asimismo, se refiere a Barack Obama como my president casi con la misma devoción con que Whitman llamaba a Lincoln Oh, Captain! My captain!, y siente un desprecio absoluto por Donald Trump, a quien apoda ahora “45”1.
Por lo demás, Miller lleva una vida bastante tranquila, como difícilmente podría ser de otra manera en el apacible Oregon, al noroeste de los Estados Unidos. A sus 70 años, trabaja de lunes a viernes como consejera en una consulta de psicoterapia. Los fines de semana, por su parte, los dedica a cosas simples como almorzar con sus amigas, realizar las compras en el mercado o ver algo de televisión. El resto del tiempo libre, que tampoco es que sea mucho, lo destina a leer o a escribir posts que publica luego en su blog, o bien a visitar a sus hijos y nietas allá en los estados donde viven.
Sin embargo, a pesar de todo lo anterior, y lo que es más definitivo aun, a pesar de que desde hace años piensa y sueña en inglés, Adrianne Miller no es estadounidense sino cubana, no importa que apenas ya nada lo indique, ni siquiera ese nombre de pluma por el que tiempo atrás cambió su verdadera identidad, a saber, Yolanda López-Capestany Miranda. Así se llamaba en marzo de 1962 cuando, con apenas 14 años, obtuvo el status de refugiada en los Estados Unidos tras su arribo a Miami mediante la Operación Pedro/Peter Pan.
El problema, sabremos luego, es que desde entonces nunca más ha vuelto a poner pie en Cuba.
***
Hasta poco antes de emigrar, los López-Capestany habían sido siempre una familia acomodada. Ejemplo de ello era la inmensa propiedad que poseían en la intersección de San Mariano y Poey, en La Víbora, donde convivían espaciosamente, además de Miller, sus padres (él: abogado, periodista, subdirector de Aduanas y primo segundo de Gerardo Machado; ella: ama de casa y prima lejana de Celia Sánchez), abuelos y un par de tíos, además de los cuatro sirvientes de la casa.
La infancia de Miller, por otra parte, fue bastante tranquila. La mayor parte de ella transcurrió en prestigiosas escuelas privadas estadounidenses asentadas en La Habana, o bien leyendo a Dickens y Fenimore Cooper, escuchando vinilos clásicos o tomando lecciones de piano. En una ocasión, cómo olvidarlo, tuvo la dicha de conocer a la espléndida Grace Kelly durante una visita de aquella a la capital y, también, solía frecuentar junto al padre la periférica Finca Vigía, hogar de un entonces triste y alcohólico Hemingway.
A pesar de ese aparente sosiego, sin embargo, Miller recuerda que los años bajo el gobierno de Fulgencio Batista fueron sumamente convulsos, tanto que ni siquiera su familia se vio libre de conspiraciones.
–Papi, que era el político de la familia, escribió bastante en su contra, incluso en el Diario de la Marina –cuenta a través del chat de Facebook, por donde conversaremos siempre–. Él y mi abuelo se reunían de vez en cuando con gente que quería derrocar el gobierno y ayudaban a buscar sitios donde esconder hombres perseguidos por la dictadura. En una ocasión, incluso, trajeron a morir en casa a un amigo suyo que había sido torturado por Masferrer2. Murió en mi cama, imagínese qué impacto. Por eso digo que los de Batista fueron tiempos peligrosos, de mucho miedo. Recuerdo también que una vez estaba yo jugando en el jardín, un señor se acercó a la verja y, al verme sola, preguntó si en casa éramos de Fu o de Fi (Fulgencio o Fidel). Por supuesto, yo sabía que esas cosas no se contestaban. Entré corriendo asustada, siquiera sin voltearme a mirarlo.
Pronto, no obstante, llegaría el triunfo de la Revolución, esa gesta tremenda, acaso absurda, encabezada por Fidel Castro y su Ejército Rebelde, a quebrar de un solo zarpazo el constante estado de alerta en que vivía sumido el país.
“Lo primero que me viene a la cabeza de esos días es la llamada de una amiga, Patricia, diciendo que al pasar por la residencia de un vecino suyo la había encontrado vacía, la comida de la noche anterior aún servida en los platos. Al parecer se trataba de un oficial del ejército que había escapado horas antes. También recuerdo que había mucha confusión. Se decía que Batista había huido del país durante la madrugada y que Fidel venía ya camino de La Habana, aunque en realidad nadie sabía a ciencia cierta qué ocurría. En casa estábamos todos como a la espera, ansiosos por ver qué sucedía. La entrada del 8 de enero la vimos por televisión. Ese día la gente estaba alegre, celebrando. Muchos comenzaron enseguida a colgar letreros de ¨Esta es tu casa, Fidel¨ en los balcones y portales. Los hombres salían a la calle a abrazar a los rebeldes, las mujeres los besaban y se les echaban al cuello. Ellos, por su parte, les regalaban balas a los niños, como una especie de recuerdo. Cuando los vi por primera vez sentí una alegría inmensa. Me maravillaba el contraste de sus cabellos largos, las barbas, los rosarios sobre los pechos y las armas colgadas a los hombros. Era una imagen impactante, muy romántica. Pensé que con ellos y sin el tirano los cubanos finalmente seríamos libres. Allí estaban Fidel, a quien en ese momento veía como el salvador de mi pueblo; Camilo, simpático y bueno; Che, interesante y muy atractivo. Se respiraba una sensación grande de esperanza en el porvenir, de paz y unidad, de ilusión”.
Sucede, claro, que como toda revolución verdadera, la cubana supuso también, más allá del clamor y la épica iniciales, un rejuego político, económico y social sin precedentes en la historia del país, una rotación del tablero en ciento ochenta grados que, si bien fue hermosamente justa con los pobres, despertó asimismo toda una suerte de insatisfacciones, rencores y rencillas –lógicas, por demás- entre clases.
–¿Puede decirse que apoyaba su familia a la Revolución?
–De entrada sí, pero pronto todo cambió, primero porque mi abuelo perdió varias propiedades producto de las expropiaciones y también porque la familia se vio privada de mucho dinero a raíz de la intervención de los bancos. Sin embargo, para ser honesta, la verdadera desilusión, y sobre todo el miedo, empezaron antes, en los primeros días de enero, con los juicios públicos, y también después, cuando comenzamos a ser tratados de gusanos. Yo dejé de creer en la Revolución el día en que comenzaron esos juicios. Para mí la condena a muerte no funciona. Fidel había prometido acabar con la sangre y la violencia en cuanto triunfara, pero aquello nos hizo ver a los nuevos bajo la misma luz que a los viejos.
–¿Y por qué supone que fueron tratados de gusanos?
–Porque teníamos casa grande e íbamos a la iglesia. Así de sencillo. La gente pasaba por la calle y nos lo gritaba. Lo gracioso del caso era que muchos “gusanos” queríamos ayudar y compartir de verdad, pero al parecer no era eso lo que nos definía.
–¿Y cree que el ir a la iglesia influyó en que los trataran de gusanos?
–Por supuesto, tan solo mire que poco después comenzó la persecución contra los religiosos, que terminó con la expulsión de los sacerdotes y las monjas. Las mujeres de casa éramos católicas, aunque mami no iba nunca a misa. Abuela y yo fuimos siempre, hasta que un día un miliciano irrumpió en medio de la ceremonia, le quitó la hostia al padre, la tiró al piso y empezó a gritar: “¡A ver, ¿por qué no se levanta el gran Jesucristo ahora?!”. Yo dejé de asistir a clases por esos meses, cuando mi familia se enteró que estaba metiéndome en la contrarrevolución.
–¿Qué tipo de cosas hacía?
–Repartía propaganda a la hora del almuerzo junto a varias amigas, siempre a escondidas de las monjas, y robábamos del laboratorio de Química lo que nos pidieran los hermanos de ellas, que fabricaban bombas y sí estaban en la contrarrevolución de verdad, como Alberto Muller3. En realidad dudo que aquello que hacíamos nosotras tuviera alguna importancia, pero al menos sí teníamos la ilusión de ayudar en algo. Un país sin Jesucristo era intolerable.
***
Abril de 1961 sería un mes de viraje en la historia cubana, no solo por la proclamación del carácter socialista de la Revolución, sino también por los sucesos de Bahía de Cochinos que, de alguna manera, terminaron por alterar los hilos de la familia López-Capestany. Para ese entonces, Miller ya no asistía al Colegio de las Ursulinas sino que pasaba los días leyendo encerrada en su cuarto, estudiando lecciones de piano, molestándose por los interminables discursos televisados de Fidel Castro o sentada en el quicio de la calle, burlándose de los milicianos que marchaban frente a su casa mientras canturreaba en voz baja para sí: “uno, dos, tres, cuatro / comiendo mierda y gastando zapatos”.
“Cuando Playa Girón movilizaron a todo hombre que caminaba. A unos los llevaron para la Fortaleza El Príncipe, como a papi; a otros los encerraron en las cárceles municipales y hasta en teatros y colegios. Por aquellos días solo se veían mujeres y niños en las calles. En mi cuadra, en San Mariano, el único que no acabó encerrado fue un vecino, Miguel, y porque se escapó cuando vinieron a buscarlo. Ese tenía hasta armas escondidas debajo de la cama, pero por suerte los milicianos no las encontraron.
–¿Por qué cree que los apresaron?
–Para que nadie pudiera apoyar a los invasores, porque muchos, como el propio Miguel, estaban armados y listos para entrar en combate.
–Porque esperaban la invasión.
–Desde hacía tiempo, y estoy segura que hubiese funcionado de haber contado con el apoyo de Kennedy.
–¿Cuánto tiempo estuvo preso su padre?
–Doce días. Se fue con el cabello negro y regresó medio canoso, algo impresionante.
Poco tiempo después, desilusionado de todo, el padre de Miller, Pablo López Capestany, respetado abogado y periodista de la época, fue a un programa televisivo de CMQ donde solían entrevistarlo de vez en cuando, llamado Ante la Prensa, y disparó frente a cámaras dos cosas: una, que Fidel Castro y su gobierno eran comunistas, lo cual ya para ese entonces era oficial, pero dos, que eso, el comunismo, no había sido lo prometido años atrás.
“Mami y abuela le rogaron esa mañana en casa para que no fuera a cometer semejante locura, pero él ya había tomado su decisión y así lo hizo”.
–¿Qué sucedió después?
–Un amigo lo sacó rápido de allí y lo llevó para una casa en la playa, donde permaneció escondido durante un par de meses. Lo arrestaron luego, cuando regresó a La Habana debido al fallecimiento de su padre. Después del entierro, cuando recién había terminado de bañarse y estaba vistiéndose para regresar al escondite, llegaron los milicianos a casa y se lo llevaron preso.
–¿Lo apresaron por haber dicho en CMQ que Fidel era comunista?
–No. Lo acusaron de haber planeado el asesinato de Carlos Rafael Rodríguez, lo cual era un chiste, porque ambos eran amigos y hasta estudiaron juntos.
–¿A cuánto tiempo lo condenaron?
–A veinte años, aunque solo cumplió cuatro. Lo llevaron a una prisión en Isla de Pinos, donde guardó celda con Alberto Muller. Cuando Carlos Rafael se enteró, hizo todas las gestiones para sacarlo y también lo ayudó luego, cuando le consiguió la salida para los Estados Unidos en un barco de la Cruz Roja.
***
Pasados unos meses, en marzo de 1962 y aún con el padre preso, Miller se embarcaría de la noche a la mañana en un viaje solitario hacia los Estados Unidos que duraría poco más de tres años. Su familia, temerosa respecto al paso implacable de la Revolución y el tan sonado adoctrinamiento comunista, vio en la salida propuesta para ella por la Iglesia la única forma de salvación.
“No sabría decir realmente de quién fue la decisión de enviarme, solo que me dijeron la tarde antes de irme, o sea, el 29 de marzo del 62. Fue entonces cuando supe. Se imaginará qué dolor, sobre todo al darme cuenta así, de buenas a primeras, que tendría que dejar todo atrás, incluyendo a mi novio Benny, que era el amor de mi vida.
–¿Cómo fue cuando se enteró?
–Al principio quedé en shock, sin saber realmente qué hacer. Luego, como no había tiempo que perder, la tata4 Margarita me acompañó para despedirme de Benny. Fue horrible allá, muy difícil. Recuerdo que los dos lloramos muchísimo esa tarde. La noche en casa fue también muy triste: interminable y corta al mismo tiempo.
–¿Y el día de la partida?
–Esa mañana desayuné temprano en la cama, acompañada por Margarita. Abuela fue quien terminó de prepararme la maleta. Tuvo que coser el forro para que los aduaneros no encontraran un ejemplar de Imitación de Cristo, un libro que había escondido en su interior para que siempre llevara conmigo algo de ella. Recuerdo que era un día precioso, casi sin nubes, y que al salir al portal y ver el carro en el que iría para el aeropuerto, me entraron ganas de salir corriendo. No quise llorar para que nadie se pusiera triste, aunque en realidad todos tenían caras de sollozos enterrados. Abrazos. ¨No te preocupes que enseguida regresas. Hazte la idea que vas de vacaciones¨. Antes de partir fui a ver a mamá al cuarto y le di un beso, pero apenas respondió. Ya yo me había acostumbrado a su estado. No estaba físicamente enferma, pero tampoco era lo que se dice una mujer muy fuerte y el hecho de que papi estuviese tan lejos, encarcelado en Isla de Pinos, limpiando excrementos en una zanja, fue demasiado para su mente. Desde entonces algo se rompió en ella para siempre.
–¿Quién la llevó al aeropuerto?
–Mi tía Celia y Ricardo, antiguo chofer de la familia.
–¿Cómo fue allá?
–Muy triste. Cuando llegamos, Benny estaba esperándome con un ramo de flores lindísimo. Antes de entrar a la “Pecera” hablamos unos minutos y nos dimos un último abrazo entre lágrimas. Después tía me dio instrucciones para que en cuanto pusiera un pie en el aeropuerto de Miami buscara a un señor de nombre George, que estaría esperándome allá.
–¿Y dentro de la “Pecera”?
–Allí había más niños, algunos hasta viajaban con los hermanos. Yo tenía mucho miedo de que los milicianos encontraran el libro que abuela había escondido en la maleta, pero por suerte no se dieron cuenta. En un momento dado, en medio de esa locura, me viré para mirar hacia afuera y vi a tía a través del vidrio, llorando. Ya luego nos condujeron a una habitación interior, donde comenzaron a registrarnos, supongo que para estar seguros de que no nos llevábamos ninguna prenda ni mucho menos dinero. Cuando terminó el registro volví a vestirme, recogí el ramo de flores de Benny, que se había aplastado un poco, y fui directo para el avión. Era un KLM holandés. Antes de despedirnos, tía me había dicho que a la hora de abordar mejor no mirara atrás, solo hacia adelante, y eso fue lo que hice. Recuerdo que las escaleras me parecieron muy largas mientras subía y que ya adentro tomé asiento detrás de dos niños chiquitos que no paraban de llorar.
–¿Lloró usted?
–Cuando despegó el avión y empezamos los más pequeños a cantar el Himno Nacional, sí, lloré. También se me hizo un nudo muy grande en la garganta mientras la nave cogía altura y veía la isla desde el aire. Al poco rato comenzamos a cantar God Bless America, una canción que sabíamos de memoria quienes habíamos asistido a colegios estadounidenses, y para cuando terminamos estábamos ya casi que aterrizando en Miami.
–¿Qué recuerda de la llegada?
–En realidad no tengo recuerdos hasta un par de días después, cuando ya estaba en el campamento de refugiados de Homestead. No puedo explicar ese hueco de memoria que ha durado desde entonces y que nunca he podido recuperar, salvo por un par de imágenes borrosas: una línea de niños llorando, una cerca de alambre separando varones de hembras, las caras bondadosas de quienes nos recibieron. Nada más en lo absoluto.
–¿Y del campamento?
–Estaba localizado en lo que antiguamente había sido una base militar, en la misma Miami. Creo que no mucha gente acabó ahí, porque era bastante pequeño. Las hembras dormían en un edificio y los varones en otro. De lo que más me acuerdo es de eso: de las muchachas cogidas de manos con sus hermanitos menores, separados siempre por la cerca. También de una señora que nos trajo ropa donada, porque no podíamos sacar de Cuba más de tres mudas, si mal no recuerdo; de una cafetería en la que había mucha comida sabrosa, de la primera botella de Coca Cola después de mucho tiempo.
–¿Quién se encontraba a cargo del campamento?
–Un grupo de monjas que fueron muy atentas con nosotros. Sin embargo, a pesar de toda la dedicación de ellas, fue imposible no darme cuenta de lo sola que me encontraba en ese momento, y que ni siquiera podía hablar con mi familia.
–¿Cuánto tiempo estuvo en Homestead?
–Solo unos días. No mucho después vino a buscarme una familia cubana conocida de mami, antiguos vecinos de La Víbora, con quienes me fui a vivir a Little Havana, en el propio Miami. Apenas tenían recursos, pero tuvieron el gesto de recogerme. Éramos cinco personas en un cuarto, dormíamos en colchones en el piso. Las habitaciones de las sirvientas de mi casa en La Víbora eran más espaciosas y estaban mejor amuebladas.
–¿Cómo fue la experiencia de vivir con ellos?
–No muy buena, para ser sincera. Con Clarita, la amiga de mami, su hijo y la hermana, no tuve problemas, pero Rubén, el señor de la casa, entraba al baño mientras me duchaba con la excusa de afeitarse y sé que se detenía a observar mi silueta a través de la cortina.
–¿No tenía manera de cerrar la puerta?
–No, el seguro estaba roto.
–¿Se lo contó a alguien?
–A mi abuela, cuando hablamos por teléfono, que era cerca de una vez al mes, pero no quiso creerme. Dijo que Rubén era incapaz de hacer eso que yo decía.
Por suerte para Miller, ya para entonces estaban en marcha los planes para enviarla al colegio de Santa Rosa, en California, gracias a la gestión de una prima suya, antigua profesora del centro. Apenas cinco meses después de su llegada, o sea, en septiembre del 62, Miller ya se estaba trasladando y comenzando las clases allá. La beca, dice, comenzó a pagarla lavando platos por las mañanas y por las noches. Durante esos ratos, que describe como divertidísimos, trabó amistad con varias muchachas de su año, aunque ninguna como Linda Thomas. Tal fue la conexión entre ambas que la familia de esta última, viendo lo sola que se encontraba Miller, la acogió rápidamente y la hizo sentir una más del clan durante el tiempo que estuvo por su cuenta en los Estados Unidos.
–¿Cuánto pasó hasta la llegada de sus padres?
–Ellos llegaron en el verano del 65. Tres años. Aunque a papi llevaba sin verlo cerca de cuatro, por el tiempo que estuvo en prisión antes de mi salida. Nada más arribar a Miami enviaron un telegrama a casa de los Thomas. Aquello me tomó completamente por sorpresa. Yo ni siquiera sabía que papi había sido liberado ya, mucho menos que hubiesen conseguido una vía para salir del país.
–¿Qué sintió cuando supo que sus padres estaban ya en los Estados Unidos?
–Honestamente, después de tres años con los Thomas, que eran muy cariñosos y alegres y a quienes para ese entonces consideraba ya como mi familia, volver con mis padres no fue algo que deseé tanto como tal vez lo hubiese hecho otra persona.
–¿Le dolía tener que separarse de los Thomas?
–Muchísimo, como cuando tuve que separarme de mi familia allá en Cuba. Sin embargo, mami comenzó a insistir en que fuera para Miami desde el mismo momento en que llegó. No quería siquiera que terminara el año escolar. Estaba celosa de los Thomas, decía que los estaba queriendo más que a ellos.
–¿Era verdad eso?
–No se trataba de que los quisiera más, sino de que la relación que tuve con los Thomas fue siempre muy alegre e íntima, mientras que con mis padres compartía todos aquellos dolores del pasado, ¿entiende?
A pesar de la insistencia de su madre, Miller decidió mantenerse en California hasta terminar el año escolar. Al concluir los exámenes finales, entonces sí: se dirigió a una estación de ómnibus interestatales y tomó el primer Greyhound que encontró con destino Miami. El viaje duró casi cinco días, en los que únicamente hicieron paradas ocasionales para comer y dormir. Finalmente, al arribar a Miami, Miller se bajó del ómnibus, agarró decidida las maletas y salió al encuentro de sus padres.
–Cuando llegué frente a ellos no me reconocieron, al menos no de repente. Los cambios físicos fueron algo realmente chocante para los tres. Papi me había visto por última vez cuando era niña, cuatro años atrás, y mami sencillamente no podía creer lo que veía. Con ellos no fue diferente. Él había envejecido muchísimo y ella, no sé cómo explicarlo, era otra persona en el mismo cuerpo. Pero una vez superamos esa primera impresión comenzamos a besarnos y abrazarnos. Diría que fue un momento feliz. Nos sentíamos contentos los tres de poder estar juntos de nuevo, después de tanto tiempo. Sin embargo, la mayor alegría para mí fue ver a papi allí, frente a mí, libre al fin.
–¿Cómo fue convivir juntos después de tanto tiempo?
–En realidad no estuvo mal. No puedo decir que me sentí incómoda, aunque al comienzo, por supuesto, debimos readaptarnos los unos a los otros y aceptar que habíamos cambiado. Pero no estuvo mal. Por lo demás, ellos eran seres algo amargados, mientras que a mí la alegría de la juventud me llevó siempre por otro lado, y así hasta que a los 19 me casé por vez primera y me independicé.
***
Recordemos: el 30 de marzo de 1962, Miller abordó un avión KLM y voló a los Estados Unidos para no volver nunca más. Desde entonces, su vida no ha sido ni más ni menos que la de otro cualquiera: debió enfrentarse muy joven, es cierto, a un país y una cultura nuevos, lidiar por tres años con la ausencia de la familia, casarse e independizarse antes de los veinte, divorciarse poco tiempo después, quedar sola al cuidado de los hijos, vivir en condiciones de pobreza, volverse a casar, tener momentos de dicha, envejecer día a día, superar un ataque al corazón, comenzar a escribir par de libros y ver a sus nietas crecer, pero en realidad todo ello no va más allá de una vida lo que se dice normal, con sus altas y sus bajas.
Lo que sí define a Miller, aunque no sepamos con certeza en qué medida, es el hecho del exilio permanente, un exilio redondo, sin fisuras. 55 años, siete meses y un puñado de días han transcurrido inexorablemente desde ese instante –cualquiera diría intrascendente– en que Miller despegó sus pies de la pista para subir la escalerilla del avión y no regresar nunca más. 55 años, siete meses y un puñado de días. Y eso solo en la escala del tiempo.
Sin embargo, aun así, o sea, aun cuando en todos esos años Miller no ha estado físicamente un segundo en la Isla, tampoco ha dejado de ser cubana. Ello, por supuesto, nos lleva a una definición: Miller no ha sido cubana en Cuba, sino más bien en la nostalgia, esa tierra opaca. No obstante, ¿cómo –me pregunto- se puede seguir siendo de un lugar que queda más de medio siglo atrás? ¿Cómo se puede echar la vida en una latitud cualquiera, la vida casi entera, y aun así aferrarse a otra que no es, estrictamente hablando, mucho más que un recuerdo obstinado?
El exilio, sabemos, encierra siempre ese tipo de vértigo.
–¿Extraña Cuba?
–Todos los días de mi vida. Contestándole la pregunta se me salen las lágrimas. Hace unos años, cuando iba camino de Islas Turcas y Caicos, la vi desde el aire. Ni le cuento. Por poco muero del llanto. A pesar de que hoy considero a Oregon mi hogar, mi corazón y mi cuerpo se formaron en Cuba. Por lo tanto, yo no pierdo la oportunidad de decir que soy cubana. Siempre he creído que somos hijos del país donde nacimos. Podemos adoptar al otro, pero siempre somos más del original, ¿comprende? Lo que quiero decir es que, en lo personal, me conmueve Martí y no Washington, me conmueve la bandera cubana y no la americana, me conmueve mi himno y no el de aquí. En realidad tampoco es que pase mucho tiempo contemplando estas cosas. Trato de continuar la vida tal y como es.
–¿Nunca se ha detenido a pensar cómo hubiese sido de haberse quedado?
–Seguramente me hubiese casado con Benny, tenido hijos y sido feliz. Tal vez habríamos sufrido escasez, aunque aquí en los Estados Unidos también he sido pobre. Pero ese es el sueño del “tal vez”. También puede que hubiese caído presa, porque no resisto las injusticias. Sin embargo, a veces pienso que nadie debió irse. Que el futuro de nuestro país debimos confrontarlo todos juntos. Yo solo sé que el día de la partida, de haber tenido la posibilidad de escoger, me hubiese quedado. Después no sé.
–¿Por qué no ha regresado?
–Al principio por miedo a perder mi libertad. Luego, porque allá solo me queda familia distante, a la que apenas conozco.
–¿Qué quiere decir con “miedo a perder su libertad”?
–Es difícil de explicar. Hasta antes de la Operación, uno todavía podía salir del país normalmente, como si nada, pero después todo cambió y mucha gente se quedó atrapada. Nunca he tenido confianza de que eso no ocurriría de nuevo estando yo allá. Además, muchos juramos no regresar hasta que Cuba fuera libre.
–¿Lo juró usted?
–Sí.
–¿Qué significa “hasta que Cuba fuera libre”?
–Antes tenía una definición para eso, pero ya no tanto. La verdad es que muchas promesas se están rompiendo y no quiero morir sin antes volver.
–¿Qué posición tiene respecto a la Operación?
–Hoy soy ambivalente al respecto. Más joven la consideraba positiva, le agradezco que haya hecho posible la libertad de tantos niños, incluida la mía, pero después de estudiar Psicología aprendí sobre todos los trastornos que produce en ellos la separación de los padres a edades tempranas y, en ese sentido, tengo mis reservas.
–¿Qué es para usted la libertad?
–Poder leer lo que uno quiera y escoger en qué creer, viajar por el mundo, conocer todas las ideas y no únicamente las que alguien quiera inculcarme. La libertad es algo sumamente profundo y necesario para el ser humano.
–¿Entiende entonces que su familia haya tomado la decisión de enviarla sola a los Estados Unidos siendo apenas una niña?
–Sí. Y digo más: creo que yo hiciera lo mismo, dado que las circunstancias fueran idénticas.
–¿Qué quiere decir con eso?
–Que tengo nietas jimaguas de catorce años a las que adoro y que en este momento, cuando vivimos bajo la era del señor Trump, no dudaría en darles la oportunidad de vivir libres si su integridad se viera amenazada. No hay comida tan rica ni aire tan sabroso como la libertad. Hay Pedro Pans que no tienen esa opinión pero yo sí. Siempre les estaré eternamente agradecida a mis padres por ese gesto de amor.
–Pero corrían muchos riegos, entre ellos el de no verse nunca más, como de hecho les ocurrió a otros.
–Lo sé, pero es que en aquel entonces nadie pensó que esto sería cuestión de toda una vida. Nadie. Era inconcebible que la Revolución se mantuviera por tanto tiempo. Ya ve, nos equivocamos.
–O sea, que su familia contaba con que la Revolución caería y usted regresaría.
–De los que vinieron, no conozco a nadie que no pensara que era solo por cuestión de meses. Me pregunto, de hecho, cuántos hubiesen venido de haberlo sabido.
–¿Conoce o sabe de casos que hayan sufrido algún tipo de abuso en los campamentos, orfelinatos y casas de crianza?
–No, nunca he escuchado hablar de abusos, lo cual tampoco quiere decir que no los haya habido.
***
El 17 de diciembre de 2014, a las doce en punto del mediodía, los presidentes Raúl Castro y Barack Obama sorprendían al mundo al anunciar por televisión el comienzo de una nueva era en las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos, después de meses de acercamientos y conversaciones secretas entre ambos gobiernos. En ese preciso instante, mientras millones de personas se enteraban de la noticia, Miller dormá. En Oregon, pegado a la costa del Pacífico, eran apenas las ocho de la mañana. Al levantarse minutos más tarde y tomar el móvil en su manos, encontró decenas de mensajes de amigos y familiares esperando ser leídos, unos avisándole que corriera a poner las noticias, otros quejándose del mal paso de Obama, casi todos preguntando su opinión.
Si bien Miller mantiene una postura crítica contra el gobierno cubano –liderado primero por Fidel Castro, luego por su hermano Raúl–, ese día, el llamado 17D, escribió en su blog:
“Sin fe en ningún gobierno, pongo mi confianza en la gente. La gente cubana y la gente americana. Hoy es posible que se abra el camino para que nos conozcamos mejor, saliendo a encontrarnos independientemente de las faldas del comunismo/oportunismo y del capitalismo”.
Al preguntársele más de dos años después si aún mantiene ese criterio, responde que sí.
–Ha pasado mucho tiempo y el mundo ha cambiado. Por tanto, creo que ya es hora de que ambos países busquen relacionarse. Me gusta que todos nos llevemos bien y ciertamente la mejor manera de conocer otra cultura es mediante el roce con ella. Asimismo, creo que quienes deben decidir el futuro del país son los cubanos que han vivido allá todos estos años, no ningún exiliado de aquí.
***
Hasta el momento, no podemos asegurar cuándo Adrianne Miller, Adrianne Miller o Yolanda López-Capestany Miranda regresará a Cuba, ni con quién lo hará, ni por cuánto tiempo, aunque terminará haciéndolo, más tarde o más temprano. De lo contrario, no hubiese escrito en su muro de Facebook el 2 de abril de este año: “Two of my best friends are in Cuba after 50+ years of exile. Think it’s time”5.
Tildar de «organizacion juvenil contrarrevolucionaria» al Directorio Revolucionario Estdiantil es adoptar la jerga del oficialismo sin investigar un poco. Ademas, Muller «partio al exilio» tras unas negociaciones en las cuales se liberaron a los presos politicos cubanos en 1978, a quienes se les habian echado injustas e interminables condenas. El autor debe chequear los hechos antes de hablar.Da la impresion que Muller se exilo cuando quiso y no que fue obligado a abandonar su pais.
Con todo respeto a la Sra. Miller, su relato, a la vez único pero también muy parecido a las vicisitudes que sufrieron muchos cubanos en esos años del exilio inicial, y su inamovible amor por Cuba, a pesar de los años transcurridos y haber vivido aparentemente separada del entorno de lo cubano en su patria de adoptación, es muy digno de contar. Sin embargo, uno se queda con el «feeling» que el propósito primordial del artículo es presentar la otra cara de la moneda sobre la operación Pedro Pan y la denuncia del trato abusivo para con algunos de los niños, según se alega en artículos anteriores aquí en este espacio. No me malinterpreten, es necesario alertar sobre cualquier tipo de abuso, muy especialmente cuando las víctimas son niños, pero no ayuda a la causa contraponer otro artículo para suavizar el enojo que el primero haya podido causar. Saludos.
[…] experiencia de Cueto dentro del Programa para Niños Refugiados Cubanos sin Acompañantes, al que se acogían los menores que, como él, llegaban a los Estados Unidos mediante la Operación […]
[…] Adrianne mène une vie tranquille dans l’Oregon. Les yeux graveleux de l’oncle Rubén sont loin derrière. Son vrai nom, Yolanda López-Capestany Miranda, aussi. Elle pense et rêve en anglais mais se sent toujours cubaine, cependant elle n’a jamais pu se résoudre à retourner dans son pays. Au début, par peur de perdre sa liberté et ensuite, par peur d’être une étrangère chez elle… […]
[…] Adrianne, placée chez des amis d’amis à Miami, subissait son oncle qui la matait à travers le rideau de douche. À qui se plaindre ? Sa très catholique grand-mère cubaine ne la croyait pas quand elle l’appelait au téléphone et elle n’avait personne de plus proche… […]
Hola hacia mucho tiempo necesitaba esta informacion 🙁 al fin voy a poder terminar el trabajo del semestre muchas gracias T.T