1938 no fue un año cualquiera. Estados Unidos se estremeció con la adaptación radial de La guerra de los mundos realizada por Orson Welles y con el derechazo que Joe Louis le propinó a Nathan Mann en la discusión del título mundial de los pesos pesados. En Europa, la Nestlé patentaba el café instantáneo, Hitler se autoproclamaba Comandante Supremo de las fuerzas armadas y, específicamente, en Francia, dos meses después del fallecimiento de César Vallejo, Cuba jugó sus tres únicos partidos en la historia de las copas mundiales de fútbol.
Ochenta años pasaron y un sinfín de sucesos relevantes para la historia universal acaecieron, pero la isla no ha podido regresar a la cita ecuménica del balompié. Francia 1938 es para los cubanos una reliquia que cada cuatro años hay que desempolvar.
La aventura cubana en la tercera edición de la Copa del Mundo fue protagonizada por el entrenador José Tapia y sus dieciséis pupilos. El fútbol aún no sufría la metamorfosis que algunos años después lo consagraría como una religión de multitudes a escala global.
Corrían tiempos extremadamente convulsos. Al año siguiente estallaría la Segunda Guerra Mundial. Pero ya en marzo 1938 el Tercer Reich alemán había anexado Austria, cuyo lugar quedó vacante. Acontecimientos como la guerra civil española y el segundo conflicto chino-japonés impidieron asistir a las competencias clasificatorias a ibéricos y nipones. Más aún, la tensión política reinante pareció reflejarse en el hecho de que varios países americanos boicotearan la Copa, lo cual relegó a segundo plano el triunfo de una Italia que se proclamaría de este modo la primera selección en ganar dos mundiales consecutivos.
Jules Rimet, presidente de la FIFA y creador de la Copa del Mundo, ejerció sus influencias para favorecer la candidatura de Francia en detrimento de Argentina y rompió así la política original de alternancia entre sedes de Europa y América. Como protesta, Argentina, Colombia, Costa Rica, El Salvador, Estados Unidos, Guayana Neerlandesa, México y Uruguay —el primer campeón del mundo de la historia del fútbol— decidieron no acudir a la cita.
De esta manera las puertas quedaron abiertas para que un puñado de cubanos entrara en los anales de los campeonatos mundiales de fútbol. Sin haber disputado siquiera un partido en la fase clasificatoria, Cuba recibió una invitación de la sede. “A río revuelto ganancias de pescadores”, habrán dicho José Tapia y sus muchachos que, extasiados de júbilo, armaron sus maletines y partieron hacia Francia.
El 5 de junio de 1938 siete mil aficionados asistieron al Stade de Chapou en la ciudad de Toulouse para ver el debut de los cubanos. En el banquillo del costado estaba Rumania, una selección que también se había clasificado sin ensuciarse los tacos en Europa, aunque gozaba de mucho más caché que sus rivales caribeños.
En aquel entonces el sistema competitivo no es el que se emplea en la actualidad. La Copa del Mundo se jugaba a partido único; por tanto, cada juego era definitorio, una muerte súbita desde el inicio. El que perdiera iría al vestidor a bañarse para luego recoger las maletas y largarse. Una sensación de vértigo que deben haber experimentado los cubanos desde que estrecharon las manos de sus oponentes antes del pitazo inicial.
En aquel partido de vida o muerte impartió justicia el italiano Giuseppe Scarpi, quien a los 35 minutos señaló al centro del campo y validó el primer gol rumano, obra de Silviu Bindea. Al 40, los cubanos igualaron el marcador a través de Héctor Socorro.
Superada la conmoción del debut, ambos planteles continuaron aferrándose al sueño mundialista y salieron en la segunda mitad a defenderse con cuchillos entre los dientes. Hubo que esperar hasta el 87 para que se rompiera el abrazo en la pizarra. Sorpresivamente, Tomás Fernández puso por delante a los antillanos.
Pero no había transcurrido un minuto cuando los cubanos —que ya se veían en cuartos de final- pagaron la novatada de festejar antes de tiempo. El empate llegó gracias al señor Iuliu Baratky. Todo se decidiría en tiempo extra, decretó el referee Scarpi.
La prórroga vino con el guion invertido. Stefan Dobay adelantó en el minuto 105 a los rumanos. Con el score 3-2 y el tiempo agotándose, Cuba estaba contra las cuerdas.
Fue Juan Tuñaz quien, a solo tres minutos para la conclusión del partido, con las piernas ya encartonadas por la fatiga, evitó la eliminación de los suyos.
Cumplidos 120 minutos, Scarpi miró su reloj, levantó las manos y pitó el final. Faltaban años para que la FIFA instaurara la decisión por penales. El encuentro tendría que repetirse tras el empate a tres goles.
El nombre de Juan Tuñaz fue el más refulgente de aquella escuadra nacional que participó en Francia 1938. Le apodaron “El Rompe Redes” por su gran potencia en el disparo. Antes de la Copa del Mundo había salido campeón nacional con el club Juventud Asturiana. Luego vistió la chamarreta del Centro Gallego, hasta que saltó al fútbol mexicano para jugar con el Real Club España, con el que ganó las ligas de 1941-1942 y 1944-1945.
El partido de desempate entre Cuba y Rumania se jugó cuatro días más tarde en el mismo Stade de Chapou. El arbitraje esta vez corrió a cargo del alemán Alfred Birlem. Como en el primer choque, los europeos abrieron la cuenta al minuto 35 gracias a Stefan Dobay. Tras el descanso, los cubanos salieron en tromba y en solo cinco minutos decidieron el rumbo del encuentro y su pase a los cuartos de final. Primero, Héctor Socorro empató al 50; luego, al 55, Carlos Oliveira selló la victoria.
Cuba entre los ochos grandes. En la instancia siguiente aguardaba Suecia. Los vikingos eran una potencia en la época y además tenían a su favor el cansancio en las piernas de los cubanos tras su extensa eliminatoria —doble partido y una prórroga— contra Rumania.
Los cuartos de final estaban fijados para el 12 de junio, así que los chicos de José Tapia solo tuvieron 72 horas para reponerse. Sin tiempo para disfrutar lo alcanzado, Cuba saltó al césped del Stade du Fort Carré ante otras siete mil almas que apoyaban a los europeos.
Hasta ahí llegaron los antillanos. Un tren sueco les pasó por encima sin atisbo de clemencia. Ocho goles. Cumplidos 90 minutos, el árbitro checo Augustin Krist se llevó su silbato a la boca y puso fin a la historia de Cuba en las copas del mundo de fútbol.
Hoy, a la vuelta de ocho décadas, el pitazo inicial de la edición XXI de la Copa del Mundo se escuchó en Rusia y los cubanos no pueden más que hinchar por equipos ajenos o bien aferrarse a la tenue sombra de aquella selección de Francia 1938.
[…] De hecho, en los pocos casos en los que el gol ha sido para los cubanos un modo de vida, el gol ha servido como pasaporte, que es para lo que le ha servido a tantos bailar salsa, estudiar medicina, aprender a navegar, tener la piel morena, especializarse en Lezama Lima, mascullar el inglés. Uno espera que, cualquier cosa que uno aprenda a hacer en Cuba, esa cosa lo saque de Cuba, incluso hasta las cosas que en Cuba se aprenden mal, como jugar al fútbol. […]
[…] Este artículo fue publicado originalmente en El Estornudo. […]